miércoles, 10 de diciembre de 2008

Narrativa de vida

La memoria es frágil. Eso es casi una constante en la vida, pero quizás esté la posibilidad de abrazar por un instante los vacíos ante los cuales tu existir permanece expectante. Uno de esos vacíos es la infancia. Creo haber nacido con los ojos abiertos y con una fuerte fotofobia. Gracias a ello puedo al menos imaginarme como habrá sido mi crecimiento y mi futuro. Para esos entonces, mis padres aún se hallaban juntos. Parecía que todo correría bien. 

Uno de los recuerdos más vívidos que poseo, fue una experiencia a los 5 años. Mis padres me sacaron de paseo, creo que un día domingo (a juzgar por el escenario idílico que se creaba), alrededor del Parque Italia. Pronto, en cuanto pretendía despegarme para correr y tropezar sobre el césped, sentí que mi decisión devolvió una suerte de karma: mis padres desaparecían. Yo me encontraba feliz en la intensidad de esos instantes en el juego del parque. Sin embargo, tan pronto corría el frío por mi cuerpo y un dolor de cabeza afloraba, me sentía falto de compañía. Transitoriamente huérfano. Y en la calle despertó mi llamada de auxilio. Esa escena creo que fue como un flashback eterno. 

En tanto hoy proyecto aquel virtual temor, desde que mis padres cortaron. Pensándolo bien, no sé quien fue el gran prófugo: si yo o ellos. A medida que pasaba el tiempo, este extraño sentimiento me perseguía. Hacía brotar los demonios interiores en mí y en mi familia. Hasta mi etapa escolar de los doce, creí en una especie de culpa o falso orgullo. Mi mayor regocijo era el no poder resolver el aparataje de todos aquellos rollos creados en mi mente y germinados desde esos acontecimientos. Temía que si se resolvían desaparecería ese lapso de inocente autonomía que experimenté en el parque. Y, por otro lado, me exigía el poder entender las razones desde mi núcleo familiar. ¿Era yo en fin el prófugo? ¿O en verdad nunca existió la fuga en mí, sino que solo un hecho eventual, interpretado como escape? Porque era mi mente que entremezclaba todo haciendo de esas experiencias un solo híbrido pensamiento. Aun así, puedo decir que reconozco en aquel cúmulo de experiencias una fuerza oculta, inexpresable, la cual he llevado pegada a mí como un tumor inmaterial. Esa fuerza ha hablado por mi todo este tiempo. 

Hoy vivo con mi madre. Mis padres aún existen. Yo sigo siendo yo, al menos desde la superficie. Era también el rollo de mi hermano perdido, mi no-hermano. Yo mismo me sentía la réplica de ese hermano. Yo mismo esa fuerza. Era como si yo naciera para compensarlo. No sé. Entre el parque, mi hogar y el mundo se genera un triángulo a ratos intrigante. En realidad, mi vida toda no ha sido más que ese triángulo. Y lo confieso: no he tenido círculo alguno, todavía. 

Pero en fin, no puedo reprocharle nada a nadie. Todas las atenciones, todos los ojos interesados alimentando mi paranoia. Mis amigos, aquellos que desean extraer ese rollo mío. Mi familia, ese mito que vuela solo y hace de las suyas mientras yo me siento el amo de la fuga y el conflicto. Es ahora que puedo decir: siento orgullo. Orgullo de esto, esto que pienso, orgullo de aquellos demonios interiores. Universidad, familia, amor ¿Será ese mi orgullo? Y es que se supone que debía volver a nacer y seguir llenando todos estos vacíos que en mí son emoción, imaginación fértil. Y, sin embargo, quedó aún ese abstracto corte, inserto ya en la memoria como al hermano que nunca tuve. Y es por esto que sí, la memoria es lo más frágil.