domingo, 22 de abril de 2012

Prólogo a Entidad perdida (2012) de Rodrigo Gutiérrez.



Escribir no es cosa de débiles, cada vez me convenzo más de esta intuitiva razón. Y no tanto por un alarde ansioso ni mucho menos por experiencia vital, sino que por el simple hecho de permanecer vivo, arrojado, día a día, constantemente, en este mortal e inefable mundo. Resulta que el hombre consuetudinario se debate entre sus solapadas acciones inmediatas y sus ansías de inmensidad e infinito. He ahí la llaga abierta de prácticamente todo el inventario de creación que los cerebros humanos puedan y hayan concebido a lo largo del devenir histórico. Y ese es el umbral en el que la poesía emerge como sangre descarnada y fértil. 

Lejos de lo que se pueda creer actualmente, el acto de escribir no da tregua ni garantías. La figura del escritor, más allá de todo el artificio que pueda construirse interesadamente en torno a ella, es ante todo anónima y subterránea. El escritor actúa como un ser asediado de voces y fantasmas (internos y externos), un sujeto que él mismo es a ratos nada más y nada menos que un fantasma y una multitud de voces. De ese modo, él practica un rito solitario, en el cual mediante una especie de exorcismo, encarna las palabras en un soporte gráfico y “conjura” al mundo. Y el texto engendrado será el resultado de un encuentro entre los otros del mundo y las imágenes que el escritor recrea de los seres, los hechos y las cosas. Una suerte de crisol, al tiempo que un pacto. Pero ¿dónde esta la poesía? Pregunta retórica, que sin embargo seguirá siendo preguntada mediante su indeterminada respuesta. Si dijéramos que la poesía está aquí, está más allá, siempre estuvo o siempre estará, sería decir prácticamente lo que no admite decir alguno. Sin embargo, algo queda, y en ese algo las palabras excavan, y abren los orificios de la caverna que somos, para que algo de aire y de mundo pueda seguir entrando. 

Las palabras que parecen caminar sobre el mundo y encarnarlo paso a paso son transeúntes solitarios, tal como nosotros. Caminan olvidando la gravedad de sus pies. Wittgenstein decía: “el lenguaje es el más peligroso de los bienes”. Y es que, una vez enunciadas, las palabras tienen el poder tanto de mover la maquinaria del pensamiento y recrear el sordo espectáculo del mundo, como de sumir al hombre en el abismo de la ilusión y el artificio: el abismo de lo indecible. El HORROR. Y es quizá esta última la tentativa trágica de la palabra. La verdad que devela el horror primigenio, como Edipo. Como transeúntes de este mundo, quizá las palabras sean las veredas que colindan con calles de sombras y entelequias. Es en este sentido que escribir es ante todo un acto de valentía. Pero para mirar al otro lado de la esquina es preciso también develar nuestro rostro más humilde, la sabia humildad de quien conoce el otro lado de esa esquina y viene de vuelta, como se dice. 

Rodrigo, poeta porteño, da claro testimonio de sus avatares cotidianos, peripecias extravagantes y pensamientos seculares. Su oficio, como el hablante señala, apunta a una renuncia de la ambición. Es este ejercicio de honestidad para con el lector una suerte de pacto que le permite de inmediato abrir las puertas a todo aquel que sea tan digno y osado de entrar palabra a palabra en sus poemas. El acto de sinceramiento lleva al hablante a situarse tanto dentro del espacio y el tiempo de la obra, como fuera de él, hacia las difusas fronteras de la lectura, límite donde las coordenadas ficticias y verosímiles coinciden y chocan, al mismo tiempo. 

El libro nos ofrece cinco capítulos, cada uno de los cuales constituye un cosmos y una trama definida que, sin embargo, engloban al texto en cuanto unidad. La hora 0, una sección donde el sujeto manifiesta un lazo con experiencias sociales del mundo cotidiano al tiempo que histórico, transmutándose en una voz que denuncia y a la vez encarna el conflicto representado en tales experiencias. En el poema “La ciudad de los encantos” se hace presente el tópico del laberinto ya recreado por Borges. Resulta interesante destacar la figura de los espejos, como invitados para recrear el teatro último de los acontecimientos y las cosas, como ficciones en las cuales los yos representados se saben otros, otras entidades, perdidas en la indeterminación y el deseo ensimismado. Espejos en la ciudad del encanto. En amor platónico, el autor remite al tópico clásico del amor ideal, mediante el cual construye un imaginario sentimental tan vívido como ilusorio. Última mirada es un cúmulo de expresiones poéticas que afloran producto de una relación amorosa particular. Viaje a la luna constituye una buena forma de estimular mediante la palabra y el ejercicio poético el amor de padre a hijo. Y estación 93, remite en cierta medida a los lineamientos ya trazados por hora 0. 

Cabe aludir al título: Entidad perdida. En este caso cabría preguntar ¿De cuál entidad estamos hablando? Quizá sería conveniente hablar de la carga nostálgica y filosófica que conlleva este concepto. El yo poético claramente apunta (como en el poema homónimo) a un aprendizaje colectivo, a una suma de conocimientos que se creen aprendidos por un conjunto de voces de las cuales nuestro hablante forma parte. Por ello sería preciso también hablar de una “id-entidad perdida”, a decir de la inquietud y búsqueda protagonizada. Se trataría grosso modo de esa ansía de integración con la comunidad, con el sentir social, el “corazón de las personas”, por así decirlo. Al mismo tiempo que una interrogante, una puerta abierta a la incertidumbre, y con un dejo de optimismo, lo desconocido que lleva a nuevos viajes y caminos, a decir del bohemio Baudelaire. 

Salve el escritor que se sabe un punto en la inmensidad. Salve el poeta que reconoce la pobreza de su mundo y la extraña riqueza de las palabras. Salve la escritura que se sabe caminante, transeúnte, consuetudinaria. Del polvo de esos textos será posible llenar el vacío de muchas otras hojas (escritas y leídas al albor de salutaciones y despedidas), y allanar el camino para que otras sombras encuentren otras entidades o, quizá, otros abismos.