viernes, 1 de mayo de 2015

Elogio de la inutilidad poética


En un ensayo sobre "la pobreza y la poesía", un escritor colombiano sostenía que una de las principales razones para considerar a la poesía como oficio en el sentido de su necesidad para sobrevivir consiste en una idea más o menos generalizada del poeta como personaje de escasos recursos materiales y de vida más o menos ligada a la realidad proletaria. Sin embargo, esa idea solo puede aplicarse en ciertos contextos, como lo es el caso contemporáneo, en el que se cree todavía en la división del trabajo, que ha dejado al arte en un limbo del que sencillamente no se quiere salir desde hacía mucho tiempo. Un espacio en que la única exigencia al artista es que produzca objetos tanto más bellos como inútiles. Y puesto que del trabajo con la palabra no se puede saber exactamente qué es lo que se va a producir, y si eso que aún no se ha llegado a decir efectivamente generará alguna divisa, la palabra es pues, rememorando a Holderlin, el más peligroso de los bienes, y también una especie de bien (si es que así puede llamárselo en una nomenclatura funcional) que no remite a otra cosa que a su propia vorágine de significaciones, a ratos tan inútiles como intensas.

No es extraña la asociación del poeta como trabajador: es algo que durante el siglo XX vino de la mano de las reivindicaciones sociales y el incipiente socialismo. Sin ir más lejos, Neruda elogiaba en su poética tanto al pescador como al militante obrero. Maiakovski en su poema "el poeta es un obrero" señala lo siguiente: "¿Quién es más aquí? ¿El poeta o el técnico que procura a los hombres tantas ventajas prácticas? Los dos. Los corazones son también motores". Y es quizá esta verdad como imagen la que hoy por hoy yace como trasfondo a lo que de verdad implica la poesía: su universalidad (a través del abismante trabajo con la palabra) independiente del oficio material del que la suscribe. Se puede aludir a lo señalado por Octavio Paz, para quien la poesía es algo más allá del poema, este último, creación netamente literaria, producto por así decirlo, del sudor y de la tinta, de la fuerza del oficio del cuerpo y del espíritu (y también de la ausencia y del silencio, características más que actuales de nuestro tiempo hiper conectado). Pero ¿Quién en nuestros tiempos está todavía dispuesto a reconocer como un oficio, una actividad en la cual no se sabe cómo van a ser los resultados de su trabajo, si es que así se le puede considerar? La radical extrañeza de la poesía, sobrepasa la lógica productiva, e inclusive la razón de ser del trabajo asociado al capital humano. La poesía solo se vale de la mente y del espíritu para ser materializada y multiplicar el sentido y su ausencia.

Yeats se refería a Newton para hablar de la imagen poética del arcoiris que había sido destruida al intentar ser explicada. Si lo que se busca es explicar la realidad, el terreno baldío, el límite, la circunferencia en que vive el hombre agobiado por la maquinaria se destruye efectivamente su poder de evocar algo más allá que él mismo. El editor, el librero, el impresor, el difusor, todos trabajadores de algo que no pueden explicar a ciencia cierta. Lo que se vende es el objeto, las páginas, el precio de hacer palpable lo inmaterial: la poesía siempre intangible, está siempre en otra parte, a la vez que se intenta traducirla en algún límite oscuro del corazón. Para comerciantes y "gestores" de la cultura, no hay dinero suficiente ni restante para hablar de poesía porque precisamente no se vende. Y no se vende porque esté asociada a una rencilla social, sino que simplemente porque esta en el fondo no tiene nada que vender, a excepción de su propio silencio y multiplicidad en las hojas arrancadas que buscan pesarla como el pan o como el hierro de nuestras instituciones. El poeta Auden decía, enfático: "Poetry makes nothing happen", mejor dicho, la poesía consigue que "la nada suceda". Porque escribir, como la meditación, es en el fondo algo completamente inútil. Pero de esa inutilidad está también hecha la madera de la vida. La miseria de la poesía es nuestra propia miseria, en tiempos de tecnificación extrema. Comer el pan que de ella se desprende significará callar indefinidamente, para siempre.