domingo, 31 de enero de 2016

En la película Terminator Salvation, la cuarta de la saga, Marcus Wright, el personaje que optó por entregar su cuerpo a Cyberdine una vez que fue condenado por asesinato, se encuentra convertido en un híbrido máquina-hombre y en un futuro apocalíptico con Kyle Reese, el padre de John Connor. Al escapar de las máquinas va escuchando en el jeep un tema de Alice in Chains, "Rooster". Kyle le pregunta qué es eso. Marcus le dice: "Algo que solía escuchar mi hermano". Si se pone atención a la letra del tema, habla precisamente de la guerra, del trauma de la guerra: "Parece que cada camino me lleva a ninguna parte. Las balas me apuntan desde cualquier parte. El alto hombre metralleta andante me apunta en mi propia tierra". Es cómo se siente Marcus. Ofreció su cuerpo a las máquinas para, de alguna forma, aplastar su pasado. Y acaba en un futuro distante, hostil, en un tiempo que no le pertenece. Su cuerpo le ordena seguir a Cyberdine, pero su mente y corazón, al parecer, están con la Resistencia. Está, mejor dicho, con lo poco que le queda de humano. Ese vacío, esa confusión palpitante. El único vestigio, el único lenguaje que le queda es la música, la música rock. Marcus Wright, el existencialista cyborg, el melómano del futuro.

viernes, 29 de enero de 2016

En la soledad de la pieza, frente a frente al ordenador, con la ventana semiabierta, con un rayo de sol pegando sobre la pantalla, buscando el pdf sobre la Sociedad del Cansancio de Byung Chul Han, haciendo como que se hace algo, poniendo de fondo un playlist de hits noventeros. Suena "Everybody hurts" de REM. Ahora mismo, en el living del depa, otro inquilino con su ordenador en la mesa, escuchando algo, ordenando al parecer unos archivos. Cuantos y, sobre todo, cuantas en esa misma situación, quizá en otras búsquedas, y, con otra música, sonando de fondo.
Ahora en la mañana soñé una cuestión rarísima: Acompañaba a un compadre a comprar artículos de aseo para la casa, y justo afuera de la tienda, surge de repente de la nada un cuestionamiento respecto al pensamiento y la intelectualidad. El compadre decía: "Es raro ir a comprar estas cosas. Más aún, hacer aseo en la casa, solo". Le asentía que era cierto, era como si se estuviera en alguna clase de regimiento doméstico, pero era de esas cosas necesarias, supuestamente, como dicen, por higiene o nada más que por costumbre, para justificar tu presencia ahí adentro. Luego surgió un problema respecto al peso de las bolsas. Empecé a decirle, a propósito de ninguna cosa, que lo del intelectual como tal es una farsa, que cualquiera que use el intelecto en determinado caso, que cualquiera que, en definitiva, piense, puede ser un intelectual. Como por ejemplo, la bolsa que él sostenía sin efecto plantado frente a la tienda. Le dije qué pensaba sobre eso. El compadre dijo que efectivamente era una acción inútil, que era un gasto de energía innecesario sostenerla afuera sin todavía marcharse a ningún lado. Él abogaba por una razón práctica, mientras que uno hacía hincapié en lo absurdo de la situación. El absurdo de sostener una bolsa de aseo enfrente de la tienda esperando algo que no sabíamos qué era. Quizá la espera, dentro del sueño, era justamente ese cuestionamiento extraño sobre el hecho de sostener bolsas. El punto era que aquello servía de ejemplo para argumentar que cualquiera podía usar el intelecto, y no por ello formar parte de un grupo selecto de la sociedad. "¿No ves? Le dije, estás pensando. Piensas que lo que hiciste era innecesario y dejas de hacerlo. La bolsa era una prueba intelectual". Se pensó también en lo extraño de ir a comprar y hacer aseo, tratando de seguir algún orden mental, "¿No es eso un acto surrealista? Lo que pasa es que está normalizado. Se le ha pensado demasiado. Ya no tiene gracia, porque resulta redundante". Lo interesante seguía después: una vez que se volvía a entrar a la tienda, el sueño se acababa. Pero no se sabía para qué entrar en la tienda y no, como era lógico, salir de ella. Era porque el sueño invitaba, al parecer, a burlarse de la lógica. A burlarse, por lo tanto, de la categoría del intelectual como algo separado del resto. Los griegos, claro, ya habían pensado en eso hace rato. El hecho de pensar era una condición suficiente para ser filósofo, pero el filósofo estaba separado del ejercicio del trabajo considerado innoble y mundano. Estaban además los sofistas, muy parecidos a los sabios de contrabando, a los freelancer intelectuales. Sin embargo, el filósofo no era el intelectual de hoy. El intelectual entre comillas. El que alega derechos de autor. El que vende una mercancía. Entonces había que volver, para que el sueño tuviese sentido, al hecho de que cualquiera que piense puede a su manera volverse un intelectual en potencia, hiciese lo que hiciese, por burdo o indigno que fuese. No recuerdo qué autor, no sé si era Gramsci, dijo algo parecido, alegando que el intelecto se volvía algo demasiado burgués, separándolo abruptamente de la totalidad del mundo y de la experiencia. Como si pensar, en definitiva, fuese algo distinto del hecho de acarrear bolsas, o de hacer el aseo, o de levantarse exclusivamente a escribir en medio de la suciedad para prolongar el ocio y también el tiempo.

miércoles, 27 de enero de 2016

Thick as a Brick

En el año 1971 Ian Anderson decidió hacer un disco completamente progresivo con una idea que siguiera a lo largo de todas las canciones así como lo hacían Yes, Elp y otras bandas del género, ante la exigencia de la discográfica que pedía una continuación de lo que habían hecho con su anterior album, Aqualung. Ian Anderson, que gustaba del humor a lo Monty Python, se reía de la nomeclatura "arte conceptual" adjudicada a Aqualung y entonces creó una obra que a todas luces fuera llamada progresiva pero al mismo tiempo burlándose de los tópicos del estilo. El nuevo album consta de un solo tema largo dividido en dos grandes partes llamado Thick as a Brick, que relata el poema de un ficticio niño genio llamado Gerald Bostock, en el que además, con el arte del disco, se cuenta la historia del niño y cómo la sociedad literaria ha descalificado su obra y le han quitado el premio concedido al autor acusando escándalo y locura. Por ahí leí que Thick as a Brick sería al progresivo lo que el Quijote fue a la novela de caballería. Una obra "bisagra", que representaría al mismo tiempo la máxima expresión de su estilo y su saturación mediante la parodia. De repente, Ian Anderson, en lugar de pensar en un disco progresivo, estaba pensando en un poema satírico musicalizado para cagarse en la crítica musical de los setenta. Sigue, sin quererlo, la idea de obra total, propia de la literatura contemporánea. Sueño con una versión novelada de Thick as a Brick. Todo exactamente igual, pero por escrito. Y haciendo mención, en un juego metaficticio, tanto a Cervantes como a Ian Anderson, solo por joder. Habría que hacer algo similar a Thick as a Brick. Pero en libro. Incluso un libro con banda sonora. Hasta con trailer. Difiícil tarea. Sobretodo porque se trata de una broma magistral.

Me retracto

Soy malo para recordar nombres. A menudo soy mejor fisonomista, o, en cambio, recuerdo detalles, momentos, incluso palabras, por nimias que parezcan, pequeñas grandes cuestiones. Durante la mañana se me aparece el puro verso de una poeta que fue antologada en la misma antología en la cual me antologaron. "Me retracto de todas mis muertes". Casi de inmediato, por el solo hecho de memorizar su verso, doy con su nombre y su faz, incluso al abrir correo me aparece una invitación suya para agregarla a Linkedin, como si con eso hubiese sido invocada, como si al leer que se retractaba de todas sus muertes yo a su vez me retractaba de alguna clase de olvido, digamoslo, ingenuo, simplemente un recuerdo ritual, fugaz. Me retracto de su muerte en mi memoria. Me retracto de una presencia ausente. Me retracto de mi mismo. Simplemente, me retracto.

martes, 26 de enero de 2016

Canonizados por el olvido

Frente a la banalidad y el carácter efímero del éxito, hay ciertas obras que por su pura existencia parecen estar a su modo tras las bambalinas de la consagración, existen y perduran como un sarcasmo viviente, demuestran el fracaso del sistema valiéndose de una victoria pírrica, de una proyección fantasmal de si mismas, no tanto por una empresa determinada como por una extraña voluntad de las circunstancias. Pienso por ejemplo en La conjura de los necios, la novela satírica de un joven John Kennedy Toole suicidado a los 32 años aparentemente por la frustración de no poder ver publicada su obra en vida. La novela ganaría el Pulitzer 10 años más tarde. Es la forma en que la literatura tiende a canonizar el olvido, en que la literatura misma se vuelve una canonización del olvido. En que parece que el mundo mismo se rie de sus ídolos que nacieron póstumos, rindiéndole el homenaje y el respectivo beso en el trasero que en vida jamás tuvieron. "Cuando en el mundo aparece un verdadero genio puede reconocérsele por este signo: todos los necios se conjuran contra él". Frase de Jonathan Swift citada por Toole y que sirve de epígrafe de su novela, y en cierto modo, de profecía autocumplida. No podría haber sido de otra forma. Si Toole hubiese triunfado en vida, no sería lo mismo. Su caracter de intelectual incomprendido, de solterón, bajo la influencia de una madre castradora, no hacen sino alimentar el mito. Porque pareciera que quien triunfa y consigue estar a tono en el sistema es su cómplice. Porque, a pesar de esto, nadie elige ese papel por una burda pose contracultural. El suicidio de Toole quizá era la última pincelada de una escritura que nadie está preparado para leer, todavía. Porque resulta demasiado grotesco, demasiado real, para nuestras lecturas y vidas acomodaticias. Producto del mainstream. Remedo de normalidad. Faltan más Ignatius Reilly. Allá afuera, ahora mismo, en el susurro de la noche, entre esos callejones sucios, o más cerca de lo que crees, en el vecino de la pieza vecina, puede encontrarse un personaje que no alcanzamos a descifrar ni digerir y que por eso resulta novelable. Canonizado por el olvido como nuestras vidas....
Google nos recuerda que se cumple el 90 aniversario de la primera demostración de la televisión. Quiere que celebremos recordando lo buen televidentes que somos, que muy en el fondo nuestra mente sigue haciendo un zapping, aunque hayamos apagado el circuito. Nos recuerda que, como en la película Videodrome, la pantalla televisiva puede ser la retina del ojo de la mente. Y que, después de tanto tiempo, como diría McLuhan, el medio sigue siendo el masaje.

lunes, 25 de enero de 2016


¿Quién mató a John Kennedy Toole? Amanecí con esa pregunta como idea fija clavada en la cabeza.....



domingo, 24 de enero de 2016

Focus X


Leo la hace poco polémica aparición de una pastilla para aumentar la inteligencia que ya se ha comercializado en Argentina, el Focus X, conocida como el "Viagra para el cerebro", puesto que su ingesta ayudaría a aumentar considerablemente la cognición, la memoria y la inteligencia en general. Los escépticos y disidentes sobre esta clase de fármacos milagrosos no se hacen esperar. Los estudios rayan en lo estadístico: Se dice que aumenta el CI en un 50% y que sus consumidores, con una dosis razonable, pueden llegar a obtener resultados exitosos en cualquier clase de ámbitos donde la capacidad para usar la mente sea puesta en juego. Hace poco se hacía hincapié en que esta clase de fármacos, que según los estudios contendría una sustancia llamada modafinilo, la cual sería la responsable de generar un estado neuronal óptimo, resultaría ideal en el emprendimiento de prácticamente cualquier clase de actividad, sobre todo si estaba ligada al ámbito del intelecto y al de los negocios. Casi como en una profecía auto cumplida, una publicidad entre tantas aseguraba: "El éxito ya está en sus manos". El Focus X visto como alguna clase de hostia científica, con la que el usuario recuperaría artificialmente el entusiasmo escondido (entheos=en dios). Sin embargo, otros estudios más críticos avalan que el célebre fármaco contiene un elemento nootrópico que en realidad no aumenta ni potencia las conexiones neuronales ya existentes, sino que solo incrementa el estado de alerta y de concentración, permitiendo que la capacidad mental del usuario esté en su máximo, y dando la sensación de que él experimenta un aumento de su rendimiento cognitivo. Una especie de "despertadores mentales" según asevera un especialista. Lo curioso es que esta clase de experimentos buscan un fin a todas luces prágmático e interesado. También se hablaba hace poco de la famosa "pastilla de la felicidad", el Prozac, que en general atenúa los síntomas que producen la depresión y la falta de ánimo en las personas. Lo verdaderamente increíble, además, es que se está queriendo decir entre líneas que las emociones, sentimientos e incluso los deseos y sueños del ser humano están íntimamente sujetas a variables neurobiológicas. Lo que da a entender que en un futuro la propia ciencia dará con las respuestas a todos los problemas del hombre con solo la eficiencia y eficacia de una pastilla. La panacea a cualquier dilema existencial o circunstancial concentrada en un solo punto del universo. En ese sentido se aspira al supuesto bienestar de la raza humana, cuestión por la cual la Iglesia, por medios quizá más rústicos y supersticiosos, también compite. Es iluso creer a estas alturas del partido que ese objetivo sea así de transparente. Lo que de verdad se huele en el aire es más bien el vaticinio de Aldous Huxley: Un mundo feliz, pero sin libertad, bajo un control que la propia población requiere para perpetuar una zona de confort universal. Lo cual no quita que el desarrollo y experimento de una pastilla para la inteligencia o para la felicidad sea realmente digno de novela o de película. Se entra entonces en el clásico dilema: ¿Qué preferirá el chileno medio: ser más inteligente o ser más feliz? Casi como en una paradoja socrática. ¿Ser más inteligente le hace necesariamente más feliz? ¿Ser más feliz es condición para ser inteligente? La experiencia y la literatura al respecto prueban que el límite entre la inteligencia y la felicidad es todavía abismante. Piensen, sin ir más lejos, en el propio Kafka. Un animal literario, un eficiente funcionario y sin embargo ataviado por una vida emocional que lo mantuvo siempre al límite. Alan Turing, genio de la informática, sin el cual nadie tendría acceso a este milagro virtual, atormentado por unas circunstancias desfavorables en el contexto de la guerra. Dos figuras gravitantes que, claro, no confirman del todo la regla, pero resultan ejemplificadoras. ¿Se prefiere ser un genio o ser feliz? Esa parece ser la pregunta de todo Occidente. La misma que atacaba a Fausto al hacer pacto con Mefistófeles. Pareciera que así, abriendo la palma de la mano y recibiendo una de las dos pastillas, se estuviera en cambio vendiendo el alma al mejor postor. Se estaría dando pie a que otra cosa, un agente extraño, una voluntad ajena a la propia dicte tu suerte. 

En la película Limitless protagonizada por Bradley Cooper se grafica precisamente la influencia y las contraindicaciones del fármaco de la inteligencia. El actor hace de un escritor fracasado que se encuentra en un vacío existencial y de inspiración y que desesperado se reencuentra con un conocido ex dealer que le ofrece la solución a su problema, el NZT-48, droga supuestamente legal que le permitiría por fin alcanzar el estado iluminado que tanto desea. No solo lo ayuda a inspirarse sino que además le confiere facultades físicas y mentales que creía desconocidas. No lo hizo tanto un superhombre, sino que una versión 2.0 de si mismo. Pero a medida que la trama se complejiza, el precio a pagar es demasiado alto. Tanta perfección no es gratis. El escritor se ve envuelto en una vorágine comercial que lo sitúa frente a frente con la mafia. Viene entonces la dependencia, el síndrome de abstinencia, la incomprensión del medio circundante, la propia distancia del amor. La propia inteligencia parece que se lo come por dentro. Las propias palabras que intenta imprimir bajo la influencia del genio de la pastilla lo contradicen. Con esto no significa que la auto superación sea el camino a seguir, que lo moralmente correcto sea dejar la droga a un lado y seguir por cuenta propia sin necesidad de nada. Cada quien recurre y necesita de un bastón mental o emocional, sea este la fe, la ideología, el deporte, el sexo o una pastilla. El punto es que no hay reglas. No hay nada determinante que te diga: debo hacer esto y no lo otro. O dejas que otro te meta la felicidad por la boca y vives con eso. O se tienen las agallas para vivir como se estaba viviendo y hacer algo al respecto. La inteligencia y la felicidad misma son drogas. La droga debería abrirte alguna clase de camino, a donde quiera que se vaya, no ser una meta. La droga debería abrirte el reino de la libertad, no ser un sucedáneo amable de la política. El punto, insisto, es que no hay reglas. La pregunta es: ¿Estoy dispuesto a morir de la forma en la que estoy viviendo? O prefiero hacerme un lado, y tragarme el cuento de la inmortalidad.
A pesar de salirse de la rutina y hacer como que se viaja, seguir escribiendo, ver cada cuestión por irrelevante que parezca como material de escritura, cada experiencia, cada vivencia, un par de líneas. La máquina verbal, a pesar de uno mismo y muy a pesar del mundo, no conoce vacaciones, viene y se queda, parece una mascota del infierno o una compañera de resacas. Como sea, cualquier cosa es deseable al puro trabajo sin recompensa o al espanto de verse frente al espejo para preguntarse qué he hecho por la vida.

viernes, 22 de enero de 2016

Olmué





Camino al centro de Olmué hay una plaza con el busto de Arturo Prat, justo al frente una estatua de madera artesanal con la figura del niño Dios. Había leído hace poco que Prat era espiritista. A la vuelta se apreciaba un supermercado. El sitio era el único centro comercial. Al fondo se veía el cerro La Campana. Pensaba en Walden y la vida en los bosques. Invade lo romántico una vez que se sale del margen citadino. A la manera chilensis era la forma rústica de respirar más que pura humedad y cemento. El ánimo del turista es ir de paso. Es huir de algo que lo acongoja, redescubrir algo perdido o ir al encuentro de lo éxotico para sublimar sus pasiones y temores, para encarnar la postal que ya tiene incubada en sus pensamientos. Es por eso que hay tanto turista dando vueltas. Como en un viaje psicodélico, se siente extrañamente todo más nítido. O quizá sea solo el efecto óptico de la luz del interior. Prisma sobre prisma. No me compro la de Unamuno, yo mismo soy otro turista, huyendo de algo, mejor dicho, en busca de algo que el pueblo solo ofrece en apariencia. El choque de experiencias es el que produce la visión. América a su manera fue ese choque. Olmué es otra forma de nombrarlo. 

Olmué, capital folclórica, decía una leyenda en la plaza. Recordé que iba en busca de El Patagual. Esos nombres propios tan comunes, como venidos de otra época. Mi bisabuela, con su sabiduría de vida, mas no de libros, hablando sobre parrones, sobre calagualas, y un largo etcétera, con una naturalidad que solo ella llevó consigo. A la que uno mismo no podría aspirar, excepto con la experiencia de la calle. Una señora, parecida a mi bisabuela, me decía que El Patagual quedaba cerca de la Municipalidad. Entré por el camino de tierra a un costado, a un costado del busto de Bernardo O’Higgins (que según el libro que había leído fue masón) y a la distancia divisé las graderías. Todo estaba listo y dispuesto para el show que se celebraría la próxima semana, como siempre a fines de enero, show en el que la palabra huaso mete más ruido que cualquier banda de rock vendida a la capital por unos cuantos sueños y pesos. Después de pasar por ahí recuerdo que en la intersección entre Granizo y Eastman, avenidas principales, crucé la calle y me encontré con la figura de una guitarra de palo gigante. Continué andando y efectivamente el pueblo tenía una onda melómana. Todo lo invadía una ética musical. Siguiendo el rastro de la avenida Eastman preferí dar la vuelta. Si se seguía más allá no había retorno, solo la línea invisible que separa al pueblo de San Francisco de Limache. Me devolví a la cabaña, tarareando un tema folclórico del que no tengo memoria. La imagen de Arturo Prat y el niño dios de madera, la imagen más fuerte de esa plaza, las usé como cábala. Con esa imagen no podía perder el camino, y si lo hubiese hecho, creería en que un espíritu (fuese de quien fuese) hiciera su aparición, a falta de un celular cargado y de otro medio disponible. 

Cierta calma invitaba a pensar en la vida del pueblo: los locales, las familias bien constituidas, entre comerciantes, campesinos y turistas, eso sí, un par de bellezas locales y otro tanto de extranjeras. Se trata de un pueblo serenamente intrigante, como poseído por un espíritu, pero si se alza la vista, algo induce a pensar que en el centro del pueblo hay algún secreto que la gente paseando por allí no ha leído, o quizá se trate solamente de la manía por hallar algún significado, un síndrome de viajante, que lleva a escarbar algo allí, algo de lo que quizá el sucio puerto adolece, sea eso alguna belleza amable o algún mito auténtico. Se sentía un contraste entre esa tranquilidad casi bucólica y la imponente visión de La Campana a lo lejos, por decirlo de una manera poética efectista, tal como la calma frente a la tormenta. Había algo hipnótico en esa visión, un llamado de otro mundo o simplemente -perdonando a Prat- un espíritu heroico que estaba dormido. Cierta obsesión por observarlo todo desde alguna vertiginosa cima, como si todo el centro fuese algo subterráneo, y en lugar de subir se estuviese saliendo a alguna superficie sacrosanta, como si todo Olmué fuese ese viaje a esa superficie, y La Campana un ente que simplemente respira a lo lejos, bello, indiferente a los ideales de contrabando de sus paseantes. 

Subí y todo valió la pena: un puente llamado La Troya –el propio lugar gozaba de una picardía épica- intersecta el cruce del río con el acceso a la montaña. Ya arriba en la entrada al parque un guardia solitario hablaba del peligro de subir allí solo. El trabajo debía ser prácticamente un ejercicio zen por la falta de compañía y el exceso de naturaleza, aunque todo en el fondo permaneciera hiperconectado. El guardia recalcaba el atractivo del lugar. Recomendaba no ir solo, por muy tentadora que fuese la travesía, no tanto por una cuestión gregaria sino que eminentemente práctica. Lo extraño es que no se veían muchos animales excepto un par de caballos más abajo y los infaltables perros guardianes, a lo sumo insectos por doquier, puro verde, al fondo, compañía botánica, escenario primigenio. Antes de llegar a la entrada del parque, una reja con la leyenda “Villa Paraíso”. Más abajo, la Hacienda de la luz de la Montaña. Todo preconizaba alguna suerte de viaje iniciático, aunque fuese un turismo de las emociones. 

Mientras subía un poquito más arriba a sacar fotos, bajaban unos ciclistas del sector inicial del recorrido. De paso escuché algo de su conversación. Uno lanzó la clásica frase: Los árboles no me dejan ver el bosque, no recuerdo a propósito de qué. De seguro por algo referente a la travesía cerro arriba. Sin embargo, tuvo un alcance más allá. En eso bajó también del mismo lugar de los ciclistas una joven encuestadora. Interceptó al grupo de ciclistas y a uno le solicitó responder una serie de preguntas referentes tanto al lugar como a la experiencia de la travesía. Los ciclistas alrededor bromeaban sobre la situación, quizá influidos por el éxtasis del viaje, andaban chispeantes, incluso reían sobre preguntarle el número de teléfono a la encuestadora. Ella con una seriedad protocolar parecía no importarle. Quizá a eso se refería el ciclista con lo de “los árboles no dejan ver el bosque”. La chica volvía a subir cuesta arriba en su labor de encuestar a los paseantes del cerro La Campana. Los ciclistas se hidrataron y continuaron su recorrido cuesta abajo. Al igual que ellos, me tocaba elegir uno de los dos caminos. El guardia solitario a su vez eligió retomar la labor que había perdido por atender demasiado la belleza del lugar. En efecto, lo que nadie advertía era la indeterminación, la indeterminación de las miradas que se cruzan, de los dimes y diretes, de los cuerpos que suben y bajan esperando reencontrarse o separarse, para seguir el camino al que ya están destinados, por el solo hecho de pisar lo que estaban pisando, por el solo hecho de nombrar el nombre del pueblo. De vuelta al centro, al otro día, el busto de Prat sigue impertérrito. Ya ningún espíritu quiere aparecer. Ningún turista se quiere solo quedar. Vuelven de donde vienen, con el pecho inflado, con la autosatisfacción de alguna aventura, con la sonrisa del amor indiferente. Olmué es otra forma de decir adiós.

lunes, 18 de enero de 2016


El discurso que siempre da mi padre: logré superar muchos aspectos de la existencia visualizando mi vida como en una película. Me pasé todo el rollo posible, eligiendo qué escena sería la más memorable, qué final sería el más elegante posible, si uno abierto o uno redondito, qué personajes conformarían toda esa trama de celuloide, si yo sería acaso protagonista, secundario o definitivamente antagonista, pero a veces llega un momento en que no se cuenta con suficientes espectadores, entonces la cuestión puede llegar a fracasar, pero con la esperanza vaga de permanecer como aquellas películas de culto cine b que póstumamente son rescatadas de los anaqueles de la memoria con un fin nostálgico o netamente arqueológico. De todas formas, nuestra vida como una película, no se trataría tanto de permanecer en cartelera como de clavar algo único en la retina de alguien. Lo único, palabra de moda o de antología.
Escribir sobre lo que sea, todos los días, cómo sea, cuándo y dónde sea, un ejercicio masoquista, obsesivo, incluso patológico, o simplemente una pasión inútil e irremediable...

sábado, 16 de enero de 2016

Mainstreet

Ayer un compadre me sugiere escribir sobre aquellas cosas que se dejan atrás, mejor dicho, sobre ese extraño fenómeno que apenas alcanzamos a definir en una pura palabra llamado nostalgia. Fenómeno en que a ratos se nos va la vida. El pasado como aquello que nos conforma pero también una suerte de sentimiento sobre la fugacidad de todo. Lo que intentaba decirme lo lograba comprender a nivel emotivo pero me costaba darle una forma desde el entendimiento. La sugerencia se le ocurrió mientras escuchaba una canción de Benny Mardones, Into the night,, seguida de otra pieza de The Band, I shall be released, en que colaboraban Neil Young, Neil Diamond, Bob Dylan, Ringo Starr, Joni Mitchell, entre otros maestros. Fue luego con el tema de Bob Seger, Mainstreet, que el tema de la nostalgia cobró forma. Dijo que en específico Bob Seger, y las raíces del blues y el country tienen un sentimiento arraigado con el espacio que habitan. La música de Seger evoca precisamente esos recorridos en carretera por el viejo Oeste en busca de un destino desconocido, lejos del mundo citadino, hacia alguna otra ruta, o simplemente desafiando los límites de la velocidad y del tiempo al dejar Detroit, y con él también dejarse a si mismo atrás. 

Con la música que pudo escuchar en la calle Pedro Montt, bajo un sol imponente y atestado de gente inadvertida y vendedores ambulantes, dijo que pasaba algo similar, solo que se trataba de música indeseable pero algo acorde con el alma del ambiente: cumbia, reggaeton, bachata, tocadas como en un hervidero de las emociones y de las hormonas. Hay quizá algo nostálgico en esos ritmos vulgares, dependerá de la percepción y el gusto de cada quien, pero a lo que iba el amigo era que se trataba de algo suma demasiado "cebolla", melodramático, siempre abocado al tópico del corazón roto y de la cacería seductora. Se refería a otro tipo de nostalgia, la nostalgia sobre el tiempo que simplemente pasa sin más remedio. Una especie de romanticismo que solo la música de Mardones y de Seger podían ilustrar. No sabía definirlo bien, creo que en el fondo hablaba sobre un espíritu beat, de saber que llega un punto en que se debe simplemente dejar la vida pasar, dejar ir ciertas cosas que no tienen otro remedio que cambiar, pero con cierta serenidad, no una serenidad apática, sino que con una serenidad musical. 

En el caso de Mardones, puede que sea el desgarro pero luego la lucidez de saber que el amor va y viene, pero a su vez definitivamente está condenado a cambiar, porque así son las cosas. En el caso de Seger, se trata más bien de dejar un mundo atrás, y con él, toda una vida guardada todavía en el tintero. La Mainstreet, evocada en la canción con nostalgia desde un paraje y un tiempo remoto. Quizá sea tiempo de emigrar, la nostalgia lejos de un estancamiento en el pasado se trata de un viaje interior, se trata de un impulso a recordarlo todo y también a recorrerlo todo desde la mente, los caminos inadvertidos y los todavía desconocidos e incomprensibles. Solo la música, (la buena música) tiene esa cualidad de transportar, de servir de vagón de la memoria. La nostalgia es el vehículo de la música. O la música es el vehículo de la nostalgia. De todas formas, se piensa, se recuerda algo o simplemente se avanza hacia alguna parte. Recordar algo, dejarlo ir, marcharse.

viernes, 15 de enero de 2016

Lo loser y lo winner.

Con un amigo hablábamos intrigados sobre la sutil distinción entre lo loser y lo winner. ¿Se define solo de acuerdo al éxito material, la popularidad, la suerte con el sexo opuesto? ¿Es una mezcla de las tres cosas, o cada condición por sí sola es suficiente? Lo discutíamos como si fuésemos en lugar de sujetos pensantes también parte del objeto de análisis. Todos a nuestro alrededor en la calle parecían abarcar el espectro de lo que se conoce comúnmente como lo winner: ocupados, con una vida en apariencia estable, con pareja. Los pobres diablos que reflexionaban sobre esto, a solas y sin otro propósito más, eran evidentemente los losers. Entonces surge la cuestión problemática ¿Dónde está el límite entre lo uno y lo otro? ¿Son esas dos palabritas una condición previa o una mera circunstancia? ¿Un ser o un estar? ¿Se puede ser loser para ciertas cosas, en ciertas ocasiones, y winner en otras? El punto estriba en el significado de esas dos palabras contradictorias entre sí. Cómo definir lo loser y lo winner. No se puede, porque son producto de un prejuicio, de un imaginario importado de yanquilandia, de una lógica de preparatoria. Porque están sujetos, valga la redundancia, a la subjetividad y percepción individual de cada individuo. Quizá solo se trate de intuiciones, de situaciones puntuales o de una seguidilla de caracteres o de conductas que más o menos relacionadas dan atisbos de pertenecer a tal o cual categoría o bando. Por ejemplo, es de loser precisamente escribir una posible distinción conceptual sobre qué es lo loser y lo winner. O podría ser de winner que los conceptos sean definidos y se saque un libro de eso y sea exitoso. Ahora de qué tipo de éxito estamos hablando. ¿Es, entonces, el winner exitoso a nivel material, o solo por una cuestión de actitud, de carácter, de visión y de planteamiento ante la vida? 

A falta de un rigor científico en el intento de definir estas dos palabras, solo queda acotarlas a un fenómeno específico, a una situación de enunciación y de relación real. La que nos compete tiene que ver en general con los tres elementos mencionados: el éxito material, la popularidad, y la suerte con el sexo opuesto, establecidos de tal manera que cada uno sea condición necesaria del otro, y no solamente factores aislados. La lógica es la siguiente: se es loser, no se tiene ni éxito ni popularidad ni suerte con el sexo opuesto. Y lo winner sería precisamente lo contrario. Cada una de las tres condiciones debería cumplirse. Sin embargo, sabemos de sobra que la realidad desmiente cualquier clase de teoría, más aún cuando esta viene de partida sostenida por una apreciación efímera y por palabras sometidas al arbitrio de la moda. 

Mientras partíamos bromeando sobre lo loser y lo winner, y la posibilidad de que nosotros fuéramos del primer bando casi por genética o por un designio del destino, no paraban de aparecer personas que, a todas luces, se veía que eran winners. Un punki pidió el favor de decirle la hora para sorprender a su polola en su cumpleaños. Otro pasaba con auto e iba a saludar a las promotoras de la esquina. Una chica nos preguntaba en qué calle quedaba tal lugar y se marchaba acompañada por su grupo de amigas. Incluso pensamos en esas amigas de facebook que todos los veranos viajan a alguna parte distinta y turistean de lo lindo. La única cuestión tangible, tras ese desfile de ganadores, era que nosotros seguíamos pegados en la maldita ciudad, hablando sobre estas tonterías, maldiciendo el mundo y nuestra suerte. 

El asunto no es tanto si ellos eran realmente winner, sino porque nos considerábamos losers en relación con ellos. Qué era lo tan determinante en esa situación para llegar a decir: nosotros somos esto, ellos son aquello otro. Sin siquiera conocer realmente a nadie. Sin siquiera saber qué cresta eramos nosotros, y qué hacíamos allí preguntándonos eso, y haciendo todo ese análisis a propósito de un bajón nocturno. La respuesta del amigo era radical: Simplemente la ausencia de algo, un deseo no satisfecho, la idea persistente sobre el vacío de cierta cuestión inconclusa, todo aquello que nos identificaba con el error, con el problema, con la negación, con el desvío, con la falta de algo. En resumidas cuentas, y sin tanta retórica ni aspaviento: el no sentirse completamente realizado. El no tener pituto, el contacto ni el suficiente roce social con nadie. El estar solo (en ese preciso instante). Síntomas de las vacaciones. Síntomas de la inactividad. El pensamiento como que da vueltas, como que quiere salir, se dispersa, quiere lanzarse. El sentimiento de derrota permanente. La expectativa del cambio. Sea lo que sea. Un beso, un contrato de trabajo, el mundo. Un sueño. La nada.

jueves, 14 de enero de 2016

Es mejor quemarse que apagarse lentamente

"Es mejor quemarse que apagarse lentamente". Ese verso como pocos saben no es de Kurt Cobain. Solo fue citado en su nota de suicidio. Pertenece en realidad a la canción "Hey, Hey, My, My (Into the Black) de Neil Young, escrita a finales de los 70, 1978 app. De hecho, se supone que ese verso en específico fue acreditado a un amigo de Young. La autoría original es incierta, pero no es lo importante. Hay que leer la frase en su contexto. No es tanto un llamamiento a la autodestrucción, sino que la constatación de una decadencia. En específico, Young hablaba de la decadencia del rock durante esos años, tras la muerte de Elvis, por el hecho de que muchos músicos, incluyéndolo, estaban quedando obsoletos ante el arribo del punk. Por eso, Young compuso esa canción adoptando la ética del punk que estaba en boga. La ética del vivir rápido y morir pronto, antes de caer en la ignominia pública. En el fondo, se supone, esa frase sería la esencia del rock and roll. 

Young entra en disputa con John Lennon precisamente a partir de esa frase. Lennon critica esa especie de culto a la muerte que hace el punk. Dice sobre el polémico verso, en una entrevista: "«Lo odio. Es mejor desaparecer como un soldado viejo que quemarse. Si estaba hablando sobre quemarse como Sid Vicious, olvídalo. No me gusta el culto a los muertos como Sid Vicious o James Dean o John Wayne. Es lo mismo. Hacer de Sid Vicious un héroe, o a Jim Morrison, es basura para mí. Yo adoro a las personas que sobreviven: Gloria Swanson, Greta Garbo. Dicen que John Wayne conquistó al cáncer, que lo fustigó como a un hombre. Ya sabes, siento que haya muerto y esas cosas, lo siento por su familia, pero no azotó a cáncer. El cáncer le azotó a él. No quiero que Sean adore a John Wayne o a Johnny Rotten o a Sid Vicious. ¿Qué te enseñan? Nada. Muerte. Si Neil Young admira ese sentimiento tanto, ¿por qué no lo hace? Porque se ha desvanecido y vuelto muchas veces, como todos nosotros. No, gracias. Me quedo con la vida y la salud". Ante la postura de Lennon, tiempo después el propio Young le contesta lo siguiente, defendiendo la premisa del punk: "El espíritu del rock and roll no es la supervivencia. Por supuesto que la gente que toca rock and roll puede sobrevivir. Pero la esencia del espíritu del rock and roll para mí es que es mejor quemarse frente a una especie de decadencia hacia el infinito. A pesar de que si lo miras de una manera más madura, pensarás: "Bueno, sí, puedes decaer hasta el infinito y seguir adelante". El rock and roll no se ve desde tan lejos. El rock and roll es ahora". Si se ve de cerca, es esa disputa sin fin, el conflicto entre esas dos visiones que incluso se complementan, aquello que, paradójicamente, hace que la industria musical del rock siga viviendo. En la tensión entre vivir para la música (Lennon) y morir por el rock and roll (Young) es que el estilo sigue, es que el legado continúa, a pesar de que el verso se malinterprete como un burdo llamado a la inmolación, a pesar de que existan bandas que no entienden cuando definitivamente dejar la agonía y morir, y otras que prematuramente mueren creyendo que solo con eso pueden pasar a la historia de la música. Ese verso problemático contiene toda la esencia del problema del rock en la actualidad. Bandas que necesitan quemarse cuanto antes, y bandas que pueden encenderse todavía más. En eso se resume todo.

miércoles, 13 de enero de 2016

"El camino del latinoamericano es el camino del huérfano en busca de un padre que no existe". Pedro Páramo, a treinta años de la partida de Juan Rulfo.




A mi juicio, si tuviese que ser definitivamente injusto, si tuviese que elegir, en una situación hipotéticamente desesperada, solo una novela latinoamericana que se salvase de la hoguera, elegiría Pedro Páramo de Juan Rulfo. No se trata solamente de una lección de arrogancia ni de una opción oportunista, a propósito de que hace poco se cumplieron treinta años de la muerte del autor, sino que de una lectura que había venido cultivando hace mucho con esmero. 

De verdad me creía el cuento de la novela debut que catapultó a Rulfo a categoría de leyenda. El ejercicio de hacer una sola novela, pero que fuera LA novela, una sola posibilidad entre millones. Además, una proeza y, si se quiere, también una provocación, ante la abundancia y exhaustividad que otros autores contemporáneos pretendían. Siempre vi en Rulfo algo distinto a García Márquez. Este último me parecía un fenómeno de masas, pese a su brillantez, con eso del realismo mágico, de las ideas de Carpentier que buscaban destronar el surrealismo importado desde Francia. 

Había algo en esa novela inclasificable. Un éxito, pero siempre subterráneo, por su naturaleza opaca, hermética. Pedro Páramo encarna una visión y a la vez una realidad. Es el viaje clásico del héroe que regresa en busca del origen, en este caso, del padre por encargo de la madre de Juan Preciado, solo que aquel viaje épico aquí se encuentra distorsionado, subvertido o definitivamente condenado. Nuestro héroe ya no viaja al infierno a aprender. Viene a ser uno con el infierno. La idea fantasmagórica de encontrar a su padre es una especie de paradoja freudiana, en un mundo que solo le ofrece incertidumbre, rumores, habladurías, la crudeza de lo indecible. Él mismo se convierte en un rumor, en una habladuría. 

Juan Preciado vive la historia suya a través del infierno de los otros que es el infierno suyo propio: Comala, metáfora del fantasma que habita en todos y cada uno, y que todos y cada uno habitan, sin excepción. Comala viene a ser más que una simple radiografía del México del siglo XX, un estado del espíritu, la condición misma del espíritu latinoamericano. De hecho, la propia empresa idealista que busca las raices de la identidad latinoamericana se parece mucho al viaje de Juan Preciado en busca de su Pedro Páramo en Comala: ambos ya están muertos antes siquiera de ir hacia su encuentro. 

Desde una visión romántica, las sociedades latinoamericanas, como Juan Preciado, idealizan a su padre, el foco de sus orígenes, hasta que chocan con la cruda realidad de su naturaleza heterogénea, esa falta de “unidad familiar” ya mencionada. Chocan consigo mismas, y su frustración las lleva a proyectarse de manera espacial y temporal tal como si fuera “Comala” misma: una profunda distopía de si misma, un lugar sin espacio ni tiempo histórico definidos, sólo un gran cúmulo de ecos, voces y sombras caóticamente diseminadas. Esta inexistencia de ese “padre”, esos valiosos cimientos que permiten organizar su presente y edificar su propio futuro, fundamenta apriorísticamente el fracaso de la empresa en la búsqueda de las raíces. 

El camino del latinoamericano es el camino del huérfano en busca de un padre que no existe. Ese camino es siempre dantesco. Se escuchan voces, muertos que parecen vivir, una antología de sangre y de violencia. Su nombre parece escrito en las paredes por el cancerbero de la conciencia. Sin embargo, ese fracaso, ese recorrido lleno de ardides, ese laberinto que refleja su propio mundo interior, por supuesto, no es su derrota, solo su forma, su razón de ser, su camino. 

Rulfo lo supo. Es todavía ese motivo dantesco, ese desafío del canon, esa aparente falta de trama y de consistencia, ese caos de saber que todos ya estamos muertos lo que hace a la novela invencible, indefinible. "Cualquier cosa que tenga forma puede ser definida, y todo lo que sea definido puede ser vencido", decía Sun Tzu en El arte de la guerra. Faltan obras que tengan como premisa la expresión sincera del infierno interior y circundante, sin miedo a perder el pellejo y el espíritu en el intento: sin miedo a perder.

martes, 12 de enero de 2016

Déjalo ir

"Si amas algo, déjalo ir", conocido verso de Benedetti. A ratos Benedetti me pareció demasiado meloso, pero cuando te ocurre algo parecido entonces recuerdas la frase y algo de sentido tiene. No desconociendo la cuestión estética. Humphrey Bogart en Casablanca, como buen hombre duro, llevó a la práctica la idea de dejar ir. Se da cuenta que su amor no es compatible con su estilo de vida. "Dejar ir", frase demasiado fácil de decir, pero compleja de realizar. Los monjes tibetanos practican el desprendimiento del deseo mediante la meditación. Algo todavía demasiado incomprensible para un occidental enamorado del amor y todas sus ficciones. Será que se puede simplemente amar a alguien, en un sentido más trascendental, sin sucumbir al deseo de apegarse o aferrarse. Amar simplemente al amor que se tiene, por así decirlo. Pese a la ausencia. Pese a la distancia. Pese a la nada. Es difícil, porque duele. Es difícil, porque eso existe. Porque resulta inconcebible la impermanencia de una relación luego de haber plantado allí como bajo tierra una millonada de experiencias, deseos y sueños. Se enseña que en algún momento aquello va a crecer, para madurar o desprenderse. Entonces se le quiere retener, comienza el deseo egoísta, la posesión emocional como mecanismo de defensa contra el devenir. Todo es cosa de tiempo, decía una. Justo antes recordaba otra frase al vuelo: "el tiempo también tiene corazón". Demasiadas lecciones en un lapso de tiempo relativamente corto. Qué es en el fondo la historia universal del amor de todos los tiempos sino una pura exhalación del mundo, o aquello que se supone lo mantiene en órbita, en términos platónicos, o definitivamente aquello que lo precipita de una vez por todas contra el asfalto de la realidad (cuestión que siempre me gusta decir), tal como afirmaba Milán Kundera en su novela La insoportable levedad del ser. Tiempo de dejar ir, ¿tiempo de amar, o dejar de amar? Tiempo para la vida (¿la mía?) o tiempo para uno mismo (¿el que ama o no ama?). Porque se supone que todo llega cuando se está preparado, porque todo lo que debe expresarse debe ser dicho con claridad, en el momento preciso, en el espacio indicado. Pero nada de eso, en el fondo, se cumple a cabalidad. Nada parece coincidir del todo con nuestra íntima voluntad. Entonces, siempre ha sido más sencillo que todo eso: simplemente, ir, acudir en busca de lo que te apasiona, raptarlo y ganártelo; o, dejar ir, volverse un monje de la incondicionalidad, creer que todo es parte de un plan y que aquel deseo o aquel amor dejado ir para siempre florecerá en alguna otra parte en forma de novela o de jardín. De todas formas, el dejar ir será como vivir o como morir. Una parte dentro de ti ya está muerta, la otra aún no vive. En ese dilema es donde nos hacemos los artistas y los iluminados. En ese dilema es donde inauguramos nuestra propia ficción, para no morir de la realidad, para no morir de aquello que se deja ir....

lunes, 11 de enero de 2016

La muerte rockea

Se va Scott Weiland, Lemmy, y ahora, Bowie casi de forma simultánea. El destino nos castiga. Se lleva lo mejor. Donde sea que estén, debe ser un lugar bueno para rockear. La muerte nos pasea, la muerte rockea, todos ellos lo sabían. Nos toca a nosotros averiguarlo.....

Fuera de tiempo

2:45. Siempre se vuelve a los viejos vicios, pero no precisamente rehabilitado, en un deja vu constante de ciertas emociones, que no hábitos. Uno de aquellos: dejar sonando la radio con temas clásicos toda la noche para dormir, o a esa hora, en vh1 con videos de temas ochenteros, The Romantics, Kim Wilde, The Outfields, etc, que ya sonaban en mi cabeza pero había olvidado de donde venían, si de alguna fiesta perdida en la memoria o en un sueño retro mientras la música afuera en vigilia seguía sonando envuelta en el silencio de la noche. Es una extraña sensación de estar volviendo a la pieza cuando vivías con tus padres, con el equipo stereo antiguo haciendo oído para escuchar los temas como si fuesen secretos, pero ahora, con todo el tiempo y la soledad por delante, el visionado de aquellos videos como un sueño o la irremediable y placentera realidad de estar nostálgico por lo que unos cuantos hits, un café cargado y un corazón ingenuo pueden provocar.

Recuerdo que una me decía: "tú no pareces de este tiempo". Así tal cual. "Siempre te sentí tan melancólico", decía otra que se fue sin despedirse. ¿Será en el fondo de tanto escuchar música de otra época? ¿Una retromanía, como lo decía un crítico de rock? ¿O simplemente una pura excusa para acabar sintiéndolo todo como fuera de tiempo, pero paradójicamente, expresándolo ahora mismo? Expresándolo, justo en el instante en que trato de poner punto final a esta confesión al acabar el playlist de madrugada, pero sigue y sigue sonando, porque nada ha acabado en verdad, solo la manía de recordarlo todo, de dejarlo grabado, de asegurar su permanencia, repetirlo ojalá como aquel cassette que sincronizábamos con el espíritu de la radio. El cassette, el eterno retorno. Repetir nuestra edad de oro, para que no muera, para revivirla, en el fondo, para dinamizar el incómodo presente. Sincronizabas aquel sonido, mientras esperabas que nada interfiriera en esa transmisión legendaria. Que nada, en realidad, interfiriera entre tu presente y tu recuerdo. En esa obsesión se nos va la vida: la de atrapar el tiempo y traerlo de vuelta, encapsularlo, congelarlo, intacto, sea como sea. El tiempo, nuestro tiempo, recordado, reproducido o, lisa y llanamente, imaginado.

domingo, 10 de enero de 2016

Sudamerican rockers

En la serie Sudamerican rockers, un joven Jorge Gonzalez le insiste a su amigo Miguel Tapia que el album Sgt Pepper Lonely Hearts Club Band que tiene en su poder es de los Bee Gees. Tapia le recalca que ese album es original de los Beatles, grupo del cual al parecer Gonzalez no sabía mucho. Se retrata a Tapia como el melómano del grupo, y Gonzalez vendría siendo el chico con la actitud, la rabia y la visión. Ninguno de los dos sabía tocar. A Gonzalez no le gustaban los Kiss (Narea los escuchaba) pero después de Sandro y Camilo Sesto acabó escuchando a los Clash. Tapia hacía las veces de líder del grupo, y le decía a Gonzalez que cantarle serenatas a las chicas era de marica. La primera canción de Gonzalez "Orgullo" la escribió en la pieza para su vecina después de un consejo de su padre. "No hagas caso. Expresa lo que sientes. Escribe lo que sientes. Te lloverán las minas". Un Gonzalez entusiasta le iba a entregar la canción a su vecina pero la familia de la chica fue detenida por los milicos. Se puede decir que está por un lado el Gonzalez romántico, fanático de Sandro, y el Gonzalez rabioso, influido por el punk británico. Mientras Gonzalez le cantaba a su vecina, casi en la misma época los Sex Pistols cantaban Dios salve a la reina. Narea solo fue admitido en el grupo después de que aprendió a tocar con ayuda de una hermosa chica evangélica en una Iglesia de San Miguel. Narea, por supuesto, no les cuenta la verdad sobre cómo aprendió a tocar. Se supone que eran un grupo de rock. Se supone que estaban en contra de todo, que querían expresar la rabia y el descontento que había a su alrededor, viniese de donde viniese. Cuando un chico con ideas comunistas llega al colegio, el que en un principio reemplazaría a Narea en el grupo, les dice que no le gusta el rock, y comienza a tocar un tema folclórico. El chico nuevo les habla de leer El capital y el manifiesto comunista. Gonzalez simplemente pregunta si tiene El Principito, libro que quiere leer para la nueva chica que le gusta. Gonzalez al parecer no era de esa onda. Solo la música le ofrecía una salida. En el fondo, como grupo, no hacían otra cosa que patear piedras, mientras jugaban a ser estrellas de rock. Para ellos, el camino al éxito estaba lleno de notas desafinadas. También lleno de libros y vinilos echados a la calle. Para ellos, en realidad, la historia del rock, su propia historia, también era en parte la historia de Chile. Lo único que cambiaba eran los decibeles. Lo que más tarde Gonzalez, profético, en una de sus líricas, reza: "Solo ruido".

El mundo como supermercado

En El mundo como supermercado, Houellebecq declara profético: "Sin embargo, cada individuo es capaz de producir en sí mismo una especie de revolución fría, situándose por un instante fuera del flujo informativo-publicitario. Es muy fácil de hacer; de hecho, nunca ha sido tan fácil como ahora situarse en una posición estética con relación al mundo: basta con dar un paso a un lado. Y, en última instancia, incluso este paso es inútil. Basta con hacer una pausa; apagar la radio, desenchufar el televisor; no comprar nada, no desear nada, no desear compar. Basta con dejar de participar, dejar de saber; suspender temporalmente cualquier activiad mental. Basta, literalmente, con quedarse inmóvil unos segundos". Frase premonitoria en relación al llamado de no ir a comprar a los supermercados por un día producto de la colusión. Cuestión que en resumidas cuentas resulta más bien una especie de acto poético, algo simbólico, una victoria pírrica, más que algo verdaderamente efectivo, en contra del monopolio comercial.

viernes, 8 de enero de 2016


Atribuir un significado a todo lo que nos pasa, ya no profundo, rimbombante, sino que eminentemente personal, es la gratuita cualidad del pensamiento, aquello que está ahí una vez que se le extraña o se le requiere... ¿qué podemos pensar acerca de las relaciones que se pierden para siempre, acerca del lenguaje que se hace cada vez más escaso por necesidad, acerca de los hechos irremediables del mundo que te rodea? Pensar en algo, sencillamente llevarlo hasta el límite, porque la vida se encuentra siempre más allá, o más acá, definitivamente en otra parte distinta a nuestro pensamiento. Como los libros que aún no hemos leído, la realidad pasa entre nuestras manos, muchas veces ausente, a la expectativa, el pensamiento que agregamos a nuestras relaciones es una especie de savia, el pensamiento que surge de ellas se escabulle como la arena de la última marejada, solo bastaría asegurar su permanencia y darle la forma del tiempo, aunque continúe su marcha irrepetible. Es el tiempo el que nos permite pensar, el que nos permite amar, y el que nos permite simplemente pasar. O bien nuestra propia vida, tal cual la pensamos, es el corazón del tiempo. Vacilante, prometedor o nostálgico.

jueves, 7 de enero de 2016

Última salida a Brooklyn

Anteayer abrió una nueva librería en Av Francia. Entro y doy con un clásico que hasta el momento había desconocido: "Última salida a Brooklyn" de Hubert Selby Jr. La contratapa decía: "El Céline americano", y esta novela un "Viaje al fin de la noche de los bajos fondos estadounidenses". Compuesta de cinco relatos que retratan la crudeza de los barrios de Nueva York de los años cincuenta. Lo que más me llamó la atención en una primera hojeada fue que cada capítulo o relato comenzaba con un extracto de la Biblia. El primero tenía un breve y decidor pasaje del Eclesiastés: "Porque la suerte de los hijos de los hombres y la suerte de los animales es la misma: como muere el uno así muere el otro. Todos tienen un mismo aliento de vida; el hombre no tiene ventaja sobre los animales, porque todo es vanidad". Lo genial es que el tono de la cita entra en sinfonía con la atmósfera y el estilo de la novela. Una especie de existencialismo antes de cristo revisitado por el realismo sucio del siglo XX. Demuestra que los contextos y los tópicos cambian, pero el espíritu y el sentido no tanto. Con todo mi ser y mi bolsillo deseaba comprar la novela pero me resistí ante la frase del inicio: "todo es vanidad". Fue una provocación a comprarla, o, por el contrario, a dejarla. Porque, al fin y al cabo, se sigue leyendo, se sigue en el juego, a pesar de que todo vuelva al polvo y quede en nada. Se sigue leyendo a pesar de que todo sea vanidad. O quizá precisamente por eso.

miércoles, 6 de enero de 2016

La canción de la noche

Si mal no recuerdo las pocas anécdotas amorosas de mi vida seguían un patrón similar: siempre terminaban abruptamente, pero dejando atrás una especie de mensaje no sé si literario o simplemente franco, como si en lugar de ser simplemente una posible pareja hubiese sido, en el fondo, mentora encubierta de no sé todavía qué clase de asignatura sentimental. La primera, P, en más de alguna conversación dejaba entrever vivencias o formas de expresar lo que sentía con un cargado matiz nietzscheano, sin que ella lo supiera. De hecho, una de sus frases favoritas era "lo que no te mata te hace más fuerte". Cuando le dije que la frase era de Nietzsche, se sorprendió y como que solo atinó a decir qué locura. Quizá de donde y en boca de quien la escuchó decir. Extrañamente, por aquella época mi lectura predilecta era Así hablaba Zaratustra. Cuando la esperaba en la plaza leía el pasaje de La canción de la noche. Me preguntó de qué se trataba. Le dije que no le diría, para tratar de dilatar el misterio, cosa que ella en realidad interpretó simplemente como que no le quería contar mi lectura de aquel pasaje. 

Después de eso, hablamos sobre cuestiones personales. Ella se desahogaba relatando pasajes un tanto tortuosos de su vida familiar, que en este momento no recuerdo del todo. Lo único que quedó a fuego en la memoria fue que ella expresó haber estado en un psiquiátrico, y haber vivido un gran bochorno en más de alguna indeseable terapia, donde a ella literalmente le daban ataques de pánico y se resistía a la sesión. Incluso me mostró una huella en su muñeca para atestiguar cierto forcejeo, una especie de herida de guerra o, mejor dicho, una cicatriz para darme a conocer su lado más abyecto. Una ofrenda de amor. Prueba de fuego: quererla a pesar de su inminente desequilibrio. Ese mismo día en el que ella confiesa todo ese bizarro episodio y muestra su cicatriz, fuimos a un local y decidido le propuse pololeo. Ella solo atinaba a titubear y preguntarme si estaba seguro. Recuerdo las últimas líneas de la canción de la noche: “Es de noche, ¡ay de mí que me toca ser luz! Y sed de oscuridad! ¡Y soledad! Es de noche, solo ahora despiertan todas las canciones de los amantes. Y también mi alma es la canción de un amante”. Antes de confesarle y atinar en el local no había llegado a esa parte. Más de siete años después la releo y recuerdo la asociación, como en un arranque de locura o de simple despropósito, sin otro sentido que esa relectura obsesiva. Una manía por atar algún cabo suelto de la mente y el corazón a través de una pista literaria. 

Lo que sucedió después de esa noche ya es harina de otro costal. Simple farándula y pornografía. Ese episodio fue un canto y, a su vez, también una locura y una premonición. Ella era la loca por su confesión y también por su apertura insólita, o yo era el loco por apostar a un amor impulsivo y asociarlo a una lectura forzosa del Zaratustra. El tiempo puso todo en su lugar. Los locos en su locura. Las frases cliché y las relecturas en su texto original. Los supuestos sentimientos y pasiones en los corazones que pertenecen. Pareciera que ella o, muy en el fondo, la vida, hubiese dicho: “Ya aprendiste lo que debías, ahora da vuelta la página”. 

Un día, la dionisíaca mentora se escabulle. Nunca más contesta. Faltó decirle que no alcanzó a leer la canción de la noche y su significado para lo nuestro. Faltó decirle que su episodio en el psiquiátrico fue nietzscheano. Por último, faltó decirle que el propio libro de Zaratustra fue escrito una vez que Nietzsche fue rechazado por Lou. La obra de un despechado, la canción de un corazón roto, que yo mismo estaba escribiendo, a oscuras, y a sus espaldas, el libro profético que sería la premonición de nuestra futura ruptura. Pero todo esto, a la larga, ya no tiene sentido, ningún otro sentido que una lectura trasnochada, a solas, mientras cierro la cortina y prendo la lámpara como para fingir que tengo privacidad, y que la oscuridad de la noche ya no me sirve.

martes, 5 de enero de 2016

Ricardo Piglia: Literatura + Enfermedad


La reciente noticia sobre la enfermedad del escritor Ricardo Piglia, esclerosis lateral amiotrófica, enfermedad que va paralizando los músculos, me hace recordar inmediatamente la estrecha relación entre escritura y enfermedad, que muchas veces se olvida o simplemente se obvia. El medicamento que necesita el escritor está en etapa experimental y solo se encuentra en Estados Unidos, y por supuesto, cuesta un ojo de la cara. Esa especie de dimensión pública que rodea a la enfermedad. Para los griegos más antiguos la enfermedad o la locura tenían un origen sobrenatural. Bien podía ser un castigo divino por la hybris o sencillamente falta de equilibrio, de armonía. Pareciera que el escritor adquiere de inmediato un carácter de mártir que creía imposible por el solo hecho de padecer una enfermedad. Cuántos otros que han hecho de ese padecimiento otra forma de escribir la experiencia. El cuerpo enfermo como otra forma de escritura. Un texto que se padece, ya no por un hecho de la voluntad, sino que por un fenómeno que excede el intelecto. Por ejemplo, tenemos el caso de Gonzalo Millán quien en su Veneno de Escorpión Azul va retratando no tanto el proceso de su enfermedad sino que su experiencia vital a raíz del cáncer. Ve en la enfermedad un gran sarcasmo y a la vez la constatación de la herida, la herida abierta de los últimos días. Eso lo supo Millán, igual que Lihn en su Diario de Muerte, al saberse ya en el otro país, no el de los sanos, sino que en el país de los enfermos, al saberse ya irremediablemente del "otro lado", aun cuando su escritura atestigue o, mejor dicho, se transforme en ese paso agónico de un territorio a otro. En el caso de Piglia sabemos que todavía goza de doble nacionalidad. Lo que más llama la atención es esa especie de culto público en torno a la enfermedad, en torno a la intuición, a la inminencia de la muerte. Resulta todavía más sarcástica tratándose de Piglia. La enfermedad, la muerte son de temer. Son cosa seria. Pero en el escritor incluso eso que parece serio, desagradable, en suma, inenarrable, tiene cabida en sus diarios, a riesgo de contagiar al mundo de palabras enfermas pero no por eso menos vivas (o ¿menos muertas?). 

Conclusiones que salen a flote a raíz de la enfermedad de Piglia: El diario aquí es concebido como el género de la muerte, el género predilecto de los que padecen o intuyen una enfermedad mortal, al parecer este un conteo regresivo de los días. La enfermedad o la intuición de la muerte hace de todos una especie de santos o por el contrario de criaturas necesitadas de exorcismo. Por último, el escritor enfermo, ya imposibilitado poco a poco de escribir, tenso de músculos, delegando su materia pensante, sus palabras dolientes a su esposa, va encarnando, en última instancia, un oxímoron. Según el propio Piglia, el diario de vida que va escribiendo es su laboratorio. Él mismo, en estricto rigor, es un laboratorio viviente. Sabe que la cura está ahí, pero en el fondo no la necesita para escribir. Su público lector reclama la cura, lo quieren vivo, pero la escritura va por otro lado. Escribir no lo curará, a lo sumo será una especie de exorcismo. En sus últimos momentos, sabe que todos se quitan las máscaras, que todos muestran su verdadero rostro, aunque este sea ilegible y póstumo. "Escribe sabiendo que morirá", que es lo mismo que decir. "Escribe sabiendo que todavía, muy a su pesar, vive".

domingo, 3 de enero de 2016

Leo las letras de Broken Wings de Mr Mister: "Toma estas alas rotas/ Y aprende a volar de nuevo. /Y aprende a vivir de manera libre. /Y cuando escuchemos las voces cantar./ El libro del amor se abrirá. /Y nos dejará entrar". Llenas de optimismo, pero de un optimismo romántico, refrescante, como si hubiesen sido escritas por Goethe o Schiller. Luego recuerdo inmediatamente la letra del tema Down in a Hole de Alice in Chains, también hablando sobre alas pero de otra forma un poco distinta: "En un agujero, sintiéndome tan pequeño/ En un agujero, perdiendo mi alma/ Me gustaría volar, /Pero mis alas me han sido negadas". Una letra completamente triste, pero igualmente sensible. En un par de canciones uno puede intuir el espíritu de toda una época. Los ochentas con su atmósfera de nueva era. Los noventa con un inconformismo y depresión a flor de piel. Una época no fue mejor que otra ni peor. Es solo la cara más cruda del rock y el sello siempre esperanzador del pop. Como buenos románticos, celebran la vida, sea como sea. Le ponen un ritmo, un nombre y la dejan volar o simplemente caer....
Empezando el año regocijado, hasta cierto punto epicúreo, pero también trabajado, trasnochado, estoico al límite, con sentimientos que vienen para quedarse y otros que simplemente se van...