lunes, 1 de agosto de 2016

Agencia de sueños


Hoy en un restorán del peatonal me llama la atención una pareja de viejitos que miraba la tele al fondo. Daban un comercial –reclame como dicen ellos- sobre el perfume Hugo Boss. Un tipo con facha de elegante sobre la azotea de algún edificio, una mesa puesta cuidadosamente en la que lo esperaba una rubia espectacular, bien vestida y sonriente. Por la atención con la que miraban los viejitos parecían extasiados. La viejita sostenía el bastón metálico del viejito con fuerza, simulando de forma simbólica el otrora aparato reproductor de su compañero. La mesera, baja y joven, parece no mirar la escena, pero, al pedirle la cuenta, se detiene un poco a repasar el visionado del comercial. Pareciera que con un gesto corto en el rostro despreciara el efectismo de lo que ve, pero en el fondo escondiera una envidia secreta. La envidia de la perfección. Del estereotipo. No puedo evitar leer sus sentimientos porque en realidad siento exactamente lo mismo que ella, solo que de antemano me mantengo escéptico, pero debajo de ese exceso de racionalidad al atacar el engaño de la publicidad, se mantiene en guardia el deseo de la belleza y del ideal, aunque sean manufactura de fábrica. 

Recuerdo que un alumno en la clase del viernes pasado, para la última parte de la actividad de los tópicos literarios, preguntó si acaso estaba bien escribir una publicidad basada en el tópico del carpe diem, que tuviera directa relación con el desodorante axe. No escatimé en análisis y le respondí que había dado en el clavo: el carpe diem para el alumno estaba asociado a la cacería sexual, a la fórmula mágica de la atracción. Inmediatamente, ese mismo alumno hueveó a otro por estar viendo publicidad en su celular. El alumno del celular también parecía extasiado, al igual que aquellos viejitos del restorán, pero ahora no de una decrépita nostalgia, sino que de un impulso hormonal por el nuevo modelo de Peugeot. El alumno del carpe diem le decía: -Te la vendieron toda, hermano. Te creíste todo el cuento. Te metieron la publicidad en el cerebro wn como un simio culiao-. Con esas palabras jocosas, quiso decir que el cabro no analizó ni nada sino que se tragó el mensaje completo sin atisbo de interpretación. Y lo que es peor, según el cabro del carpe diem: “se creyó el cuento entero”, es decir, no solo deseó el Peugeot, sino que todo lo que lo envuelve: minas, dinero, éxito. Evidentemente hay un cálculo detrás de la operación publicitaria: la persuasión al servicio del deseo creado. Los publicistas parecen diseñadores de sueños prefabricados en lugar de meros agentes comerciales. Apuestan, como señalaba Naomi Klen en No Logo, todo su negocio al orden simbólico, que es el que tiene mayor poder sobre la conciencia. El producto en si mismo vendría siendo la metonimia de ese simbolismo. Para ellos, los publicistas, lo que compra el común de la gente no es solo el producto sino que un pensamiento, un sueño, un pedazo de vida. La forma en la que los viejitos miraban a esa pareja feliz, elegante, y la forma en la que estaban agarrados uno del otro. Luego, la manera en que uno mismo y la mesera miraba con recelo el comercial y esa tierna escena de felicidad, es también parte del plan. Lo mismo con el cabro de la publicidad de Peugeot en la clase y su compañero escéptico, fanático del tópico del carpe diem. 

Hay sueños y pesadillas que parecen coexistir y chocar unas con otras, armando todo un imaginario propio, un popurrí imaginario de ficciones y de deseos latentes. No parece tan descabellado entonces, como pretendía el cabro de la clase, afirmar que lo que creemos querer no es sino un sueño de fábrica. La educación misma pareciera una gran agencia de publicidad que se encarga de inculcar sueños imposibles en los futuros fracasados de nuestra sociedad. Creamos nuestra identidad en oposición a un sueño que no nos representa, o que solo representa los intereses de otros. No podemos saber a ciencia cierta lo que deseamos en determinado momento de la vida, simplemente porque no nos es lícito definirlo. A aquellos viejitos quizá solo les quedará, después de todo, la nostalgia de una juventud plena de amor, antes de jubilarse miserablemente. A esos cabros en la clase les resta, en cambio, la ambición de un futuro exitoso que promete hacerse realidad pese a la contingencia, pese a la impotencia. Y a uno, por otra parte, solo le resta la posibilidad remota de saberse interpretado en el gesto de una mujer, que pareciera sentir exactamente lo mismo; al menos un atisbo de correspondencia, de mercadería, frente al presentimiento de una ilusión rota.

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