sábado, 20 de agosto de 2016

Persignarse

El acto de persignarse, persistente en el chofer del colectivo de regreso, bajando por Cerro Barón, mientras escuchaba Nicky Jam. La chica atrás de él, en el asiento trasero, también lo hizo. Sin embargo, no se vislumbraba ninguna iglesia alrededor. Excepto quizá porque a dos cuadras el vehículo bajaba cerca de la iglesia de San Francisco, reconstruida hace no poco sin mucho éxito luego de un sospechoso incendio. El acto de persignarse, siempre un misterio en si mismo ¿Respeto hacia un lugar u objeto sagrado? ¿Una manifestación de confianza en lo que se hace? ¿O solamente una costumbre emulada por cercanía religiosa? Como sea, el persignarse no resulta casual cuando se está dentro de un vehículo en calidad de pasajero. Es quizá la expresión personalísima de una fe interior, que impulsa a nuestro chofer con toda seguridad a través de la ruta señalada. La fe en que alguna causa o fuerza imaginaria oriente el camino que él mismo está todo el tiempo manejando. La fe en que durante ese camino no exista ninguna clase de contratiempo. Solo de esa forma, los caminos de la locomoción colectiva resultan tan misteriosos como los de la propia fe. Debo creer, durante ese instante como pasajero, en que ese acto reflejo funcione; de lo contrario, sufriría el mismo destino que el chofer y que el vehículo. Lo verdaderamente indescifrable fue, en cambio, el acto de la chica. Se le veía arreglada, lista para ir a alguna parte o seguramente juntarse con alguien. Ya no parecía persignarse tanto por el viaje, como a todas leguas sí lo hacía nuestro conductor, sino que por aquello que le esperaba al final del camino, fuese lo que fuese. O quizá solo se trate de una costumbre propia de las personas creyentes, que, a falta de otro símbolo, se tatúan simbólicamente la cruz en el rostro para defenderse y no caer presos de la vacilante realidad. Ya al bajar ella, todo sigue su curso y el viaje continúa en total tranquilidad y parsimonia. El conductor es el único que sigue incólume, cumpliendo con la ruta por la cual le pagan pero, también, trazando, a su propia manera, una ruta secreta, una ruta de persignación escondida a los profanos. Llego al paradero. Le pago al chofer. Y el misterio desaparece. Nada ha pasado, de modo que la fe vuelve a su dominio invisible. Y los pasajeros del vehículo vuelven a su mundo material. Lo que el chofer no sabe es que también ellos conocieron el peligro de confiar ciegamente en el conductor del vehículo. Su desconfianza excesiva pudo haber sido mortal para todos. Pero su fe solo cambiaría la percepción sobre su camino. No cambaría el destino de sus pasajeros, ni el suyo propio. Por lo que la persignación se convierte en una especie de garantía vacía, que, sin embargo, guarda toda la virtud de la invisibilidad. El azar entonces, durante aquel misterioso viaje, se volvía nuestro copiloto.

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