jueves, 18 de agosto de 2016

En los ejercicios de escritura dictados en clase, uno se da cuenta de inmediato quienes son los que sienten, no tanto una voluntad de escribir, sino que una devoción hacia el texto. Lo supe cuando, durante la unidad de poesía contemporánea, tuvieron que aplicar escritura automática en una plana de cuaderno. Estaban los estupefactos, que no sabían qué hacer; los indiferentes, que no pescaron la actividad; los aplicados, que hicieron lo que se les pedía, aunque con cierta distancia del ejercicio; y una clase aparte de alumnos, los que parecen ser aplicados pero que en el fondo se hallan absortos escribiendo cualquier cosa, sin filtro de ninguna clase, o con un filtro demasiado suyo, subjetivo. A esa clase pertenecía una alumna, siempre callada, introvertida, que cuando se trata de escribir parece desahogarse, escribiendo largas parrafadas que exceden lo que se le pide. Y lo que es mejor, desde ese punto de vista: que las parrafadas no son bloques sin sentido, sino que tienen cierta inspiración. La chica me pregunta si es obligación entregarle la hoja. Le digo que sí. Entonces saca su celular y le saca una foto al texto. He ahí la diferencia entre alguien que escribe por cumplir y alguien que siente una devoción extraña, particular, hacia el formato texto. En el acto de fotografiar su texto denota no sé si amor, sino que una obsesión. No tanto el escribir por escribir, sino que el impulso de conservar el texto como algo de valor, de un valor secreto, indescifrable, irreductible a notas e intereses.

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