sábado, 6 de agosto de 2016

Saco la basura de la noche anterior en las bolsas de aseo de la cocina. Aprovecho de deshacerme de cuestiones a mi criterio inútiles. Boletas arrugadas, una caja de cereales vacía y una toalla que saca demasiadas pelusas. Voy como es habitual al contenedor de la esquina del paseo de los sueños. Justo antes de lanzar la bolsa, un hombre de barba y de chaqueta oscura, con un atado de cachureos a su lado, urgando entre la basura. Al ver que iba a arrojar lo que tenía en la mano, dijo que podía lanzarlo sin problemas, haciéndose a un lado. Al lanzar la toalla el hombre lo advirtió casi con instinto felino y la atajó él mismo. Dijo que estaba bonita. Agradeció sin más y siguió urgando. Lo más extraño de todo fue que el acto de arrojar la toalla como basura terminó volviéndose un regalo involuntario para el hombre. Lo que uno cree no necesitar, para el otro se ha vuelto una suerte de dádiva. El hombre no parecía acongojado, parecía que lo que hacía -urgar entre la basura- era parte de su rutina, de su estoicismo personal. Miraba hacia arriba como agradeciendo que esa toalla hubiese caído -literalmente- del cielo. La creencia, siempre un vehículo, a veces frágil, a veces necesario, para poder sobrellevar la existencia. El desprendimiento de ya no creer en (la utilidad de) algo, sea ese algo un objeto o una visión de mundo. La filosofía del perro de Diógenes. En realidad uno mismo fue el cínico, arrojando lo que cree que ya no sirve. El hombre solo seguía su instinto dentro de un itinerario de sobrevivencia. Demuestra que, desde el grito de la necesidad, lo deshecho puede convertirse en lo absoluto.

No hay comentarios.: