jueves, 15 de septiembre de 2016

Detrás de la Iglesia Sagrados Corazones, en la salida que da a Avenida Colón, un grupo de gente, en su mayoría ancianos y ancianas, y algunos otros de mediana edad, haciendo una fila para la entrega de almuerzo solidario. Vi el menú. Una ración de fideos con salsa y ensalada, envuelta en un papel plástico. Lejos de producirme compasión, la escena parecía sacada de una escena de realismo italiano, literalmente. Había ahí realidad en toda su crudeza pero también un poco de la picardía que vacila inclusive una situación de hambre. Alcancé a escuchar a uno de los viejos en la fila. Le dijo a otro: "¿Y por qué mejor no comemos empanada, si es 18?". Aquel le respondió: "Tranqui. Deja la empanada pa la noche mejor". Risas. Lo hilarante de la situación desde lejos podrá parecer patética, pero en realidad te interpela, porque en el fondo uno mismo no es sino un mendicante, quizá no afuera de una iglesia en espera de comida, sino que en las afueras de otras puertas: del trabajo, de los amigos, de la familia, mendicante de dinero, de vida, de aceptación. Tenemos hambre de otras cosas, la diferencia es solo de grado. Lo que demuestra la risa de esos viejos que bromeaban sobre el doble sentido de la empanada era el absurdo del hambre, que tiene mucho de tragicómico. El absurdo que nos constituye pero que a la vez nos saca en cara nuestra insignificancia. A modo de agradecimiento no nos queda otra que devolverle una carcajada y seguir brindando.

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