lunes, 20 de febrero de 2017

El otro festival

Se me ocurre la genial idea de venir a Viña. Taco del terror, gente como fuera de sí. A la altura de Av Valparaíso, el mimo Blanquito haciendo su rutina clásica, hueveando con los autos que pasan por ahí. La gente a su alrededor se ríe casi al unísono. Uno de los locos dijo que nada contracorriente, por el simple hecho de que se arriesga a desafiar a más de algún conductor de malas pulgas. De repente, de puro morbo, uno se imagina que algún conductor baja y le para el carro al mimo. Pero nadie lo hace. A pesar de que le tocan la bocina en numerosas ocasiones, de forma impetuosa. El público lo avala. Nadie lo puede detener. La risa se toma la calle. El mal humor al volante se evapora.

Más allá, cerca de la plaza viña, a pasos de la galería de caracol, se observa al viejo baterista improvisado que una vez fue premiado por Farkas pero tuvo el pésimo destino de sufrir el robo de su nueva batería. Se halla a un costado justo detrás de un contenedor de basura verde. Tiene instalado su equipo de música, un cartel donde explica quien es y qué hace, y unos cuantos cachureos armados de tal forma que parezcan un equipo completo de percusión. El viejito le pone empeño, y canta sobre la base de música envasada, como si fuese su propio karaoke callejero reciclado. Unos pocos cabros se ponen a su alrededor. Le pasan algunas monedas. Apañan su show con una mezcla de empatía y de curiosidad. El viejito aclara, después de un par de canciones, que lo que él hace también a su manera es parte del "festival de la gente". Después de su declamación final, se toma un descanso. Bebe algo de agua, y ordena el desorden de su pequeño montaje.

Al caminar dos cuadras más adelante, en toda la esquina de Plaza Sucre, increíblemente se encuentra el flautista misterioso en andrajos, a estas alturas, una leyenda viva. Su figura sin embargo no convoca gente ni por virtuosismo ni por solidaridad, como en el caso de los otros dos personajes. Su figura atrae por una suerte de miedo, enigma y excentricidad. A su lado, mientras toca su monótona melodía de viento, la gente pareciera que pasa como encantada. Tal cual un flautista de hamelin, va coordinando el sonido de su instrumento con el del paso gris y a ratos exasperado de la gente, que cruza por ahí imbuida de nervio y también de euforia por el ambiente festivalero. Nadie lo mira más de un minuto. Uno que otro le pasa unas chauchas de manera ritual.

Sin proponérselo, de esa manera, la Avenida Valparaíso tiene su propio Festival paralelo, a vista y paciencia de los transeúntes que participan directa o indirectamente de él, haciéndose testigos o volviéndose cómplices del show que montan el Blanquito, el viejo baterista y el flautista misterioso, sin glamour ni coordinación alguna, en un espectáculo aleatorio, completamente gratuito, solo movido por el hambre, las agallas y un mantra inexplicable que comienza solapadamente a invadir toda la ciudad.

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