viernes, 3 de febrero de 2017

Un amigo me comenta por interno su panorama de hoy viernes por la noche: empezar la tercera temporada de Breaking Bad, serie que le recomendé luego de que él mismo, hace dos viernes atrás, me pidiera algo entretenido en qué distraerse. Le digo que vale la pena quedarse en la casa un viernes por la noche a verla, aunque se pierda de salir a carretear. Preferir ver Breaking Bad a simplemente salir por la noche pareciera ser, a estas alturas del partido, signo de renuncia, fanatismo, madurez o una bizarra mezcla metanfetamínica de todas esas cualidades. Recuerdo que, tras ver la primera temporada, me señalaba cómo Walter White fue capaz de llegar al límite al construir su imperio de cristales azules, con un fin en un principio éticamente correcto, para luego sufrir en carne propia la transmutación de sus propios valores. Decía que era mucho mejor fabricar algo que beneficiaría a tu círculo aun a riesgo de matarse uno mismo (simbolismo del héroe) que fabricar algo que sería potencialmente dañino para todo el mundo, sabiendo que la ambición de poder también conlleva su cuota de autodestrucción. No estaba de acuerdo con las consecuencias de las acciones de Heisenberg. Sin embargo, la adicción tiene su origen arraigado en un vacío psicológico y existencial irrenunciable. El dilema de Walter White no es otro que el que nosotros mismos nos hacemos en nuestro fuero interno: hacer lo correcto o hacer lo necesario para sobrevivir. Ese dilema no aplica solamente para el negocio de la droga. Aplica para la propia vida. La capacidad de elegir, al filo de la navaja, entre un camino u otro, asumiendo que el viaje de retorno no está garantizado.

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