Proyecto de reescolarización para
niños desertores en Santa Julia. (Incita Aulas). En la entrevista el psicólogo me dijo que no
se trataban de preguntas para saber si estaba o no dentro de mis cabales,
(poniéndose el parche antes de la herida), sino que para determinar si cumplía
o no con el perfil delimitado por el grupo. Una colega recién llegada, en la
misma situación de interrogación, bromeó diciendo que tampoco se refería al
"perfil de facebook". Reía sola. Le seguía la talla de cerca. En una
parte, el psicólogo me pidió que contara a grandes rasgos desde el por qué
estudié pedagogía hasta el último trabajo. Larga historia que no precisaba de
desarrollo. El psicólogo interrumpió en un momento para preguntar sobre la
tesis de grado que trabajé. De la cual recuerdo poco o casi nada. Para
rematar, preguntó cuál sería en realidad mi aporte al equipo. Qué sería aquello
que haría la diferencia trabajando con ellos. Le dije, sin más, que mi aporte
sería reflexivo. Que mi aporte sería nada más y nada menos que pensar, pensar,
pensar. El psicólogo, extrañado, señaló si acaso el aporte sería entonces
netamente teórico. Un rotundo sí. Agregué que es casi un vicio de mi parte
darle vueltas y vueltas a las cosas. Breve silencio. Soltó una sonrisa. El
psicólogo intuyó que no estaba hablando enteramente en serio. Que eso no
significaba necesariamente que estaría todo el día reflexionando, en un rincón,
sin poner un pie en las poblaciones. De esa forma, dio por concluida la
entrevista. Solicitó que le enviara el curriculum lo antes posible para armar
el perfil completo. Y ponerse manos a la obra. "No te aseguro nada",
agregó. Luego, dio una palmada en el hombro, con su protocolar sentido del
humor.
Antes de terminar, me volvió a
preguntar sobre la tesis. Le dije que era algo literario, sin importancia. Auto
broma. Auto ficción. Señalé que era algo sobre una relectura del descubrimiento
de América, a partir de una novela. El psicólogo mencionó que también había
estudiado licenciatura en filosofía. "Sé de lo que hablas". Preguntó
por Todorov. Asentí. Una vez terminada la digresión, recogió unos papeles y
abrió la puerta de la oficina. "Así que pensar, eh?" me dijo,
mientras se arreglaba y se iba.
En eso llamó una cabra a la reja
de la institución. Preguntó por unos documentos para validar estudios. Mencionó
que en su casa su mamá nunca tenía tiempo. Que hacía todo lo posible por venir
pero no contaba con que siempre debía cuidar al hermano chico. Que siempre algo
fortuito o circunstancial le obligaba a recular. "Entienda que ando
terrible quemada", agregó. Quedé de avisarle a la coordinadora. Se fue
rápido prometiendo que volvería más tarde. Que cualquier cosa ella tenía su
número. Vuelvo a repasar, a partir de la niña, el hecho de inducir al estudio,
y, en última instancia, sobre el hecho de incitar a pensar. ¿Qué realidad, qué
pedazos de vida caben en ese propósito? Porque para la niña, en el fondo, estudiar
era un trámite. Pero no uno cualquiera. Uno completamente atípico. Para la niña
estudiar no era precisamente digerir materia, ni tampoco regodearse en
reflexiones, sino que sencillamente poder zafar de casa. Estudiar era para ella
poder manejarse en cada rincón de su barrio, sin temor a represalias. Poder
regresar o no regresar, sin importar el futuro. Vestir el vestido de su
inconformismo sin que por eso la madre la debiese castigar.
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