miércoles, 17 de mayo de 2017

Con un amigo siempre filosofamos sobre nuestra situación sentimental, sobre nuestras desventuras en materia amorosa. Siempre llegamos a la misma conclusión: que ninguna de las mujeres con las que hemos estado nos ha amado realmente. Ni tampoco de ninguna nos hemos enamorado locamente. Nos planteamos que quizá todo eso tenga alguna explicación no solo circunstancial sino que incluso más allá, una suerte de karma que persigue, una cadena inevitable de causas y de efectos que siempre nos devuelve al punto de partida, solos y con el sabor a mal traer del fracaso, algo así como un sísifo que en lugar de una roca empujara un corazón que siempre se devuelve, deshecho. Nos surge de pronto una teoría, y después de haber leído por debajo a Houellebecq, obsesivo con el tema: que hay sujetos a los que les nace ese don de relacionarse, digamos, que en el fondo tienen una naturalidad única, un roce espontáneo para establecer lazos íntimos, duraderos, estables, no solo efímeros, y otros que sencillamente no califican como potenciales parejas, sujetos que por más que lo intenten siempre quedarán debajo de la mesa de la fiesta. Houellebecq era bastante radical al respecto. Lo relacionaba con el auge del liberalismo económico. En donde también había una desigualdad de índole afectiva sexual. Tipos que tenían éxito vs tipos que solo se dedicaban a auto complacerse. Un auténtico sindicato de solteros fracasados. Ya habría que pensar entonces en formar un partido de aquellos que no califican para el amor. Pero esa sería igualmente una maniobra absurda. Un andar en un círculo vicioso. La mujer que vendría a cambiarlo todo solo existe en nuestra fantasía, producto de una mezcla de pornografía y demasiada telenovela romántica. No es nada más que una sugestión. Lo que persiste es solo la cama deshecha y la añoranza de acabar con el vacío de una vez por todas. Porque, al final, no resta otra cosa que esa proyección ilusa en el otro sexo, y la sombra y el recuerdo que nos va dejando.

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