sábado, 20 de mayo de 2017

El metro

Durante el regreso en metro, alrededor de ocho personas estáticas, enfrascadas en su celular. Nada del otro mundo. Yo también lo hacía, tratando de escribir una reflexión. Solo uno sacó un notebook y se puso a ver una película (podría llamársele cine ambulante). Dos personas miraban hacia afuera. Más de cuatro completamente dormidas. Nadie simplemente observando. Todos sometidos a merced del movimiento. Antiguamente se hablaba del ferrocarril como del cúlmine de la Modernidad. Marinetti, el poeta fascista, exaltaba al ferrocarril por la velocidad en cuanto símbolo fálico, en cuanto pulsión, energía, dinamismo. Por el triunfo de la máquina sobre la gravedad, el espacio y el tiempo, chispas de lo humano. Cuando cruzaba el ferrocarril en la novela El roto de Joaquín Edwards Bello, a través de la Estación Central de Santiago de Chile, ese en realidad era el cruce del poder cinético frente a la miseria circundante. La maravilla eléctrica y mecánica del subdesarrollo.

Pensé en eso mientras anotaba. Nadie parecía advertirlo. Unos entraban, otros salían. La gente en verdad no avanzaba nada, el metro interior se volvía inercia pura. Cada quien experimentaba su propio metro. Estaban quienes resolvían la fórmula trabajo-casa o quienes deseaban experimentar el viaje más rápido. Nadie viajaba por viajar dentro de ese recorrido, todos buscaban algo, algo inenarrable, demasiado veloz para significarlo. Los músicos, sin embargo, fueron los grandes ausentes: nadie tocó esa vez. Se podía apreciar en cambio a un par de sujetos silentes, demasiado sospechosos, apegados a la puerta, desconocidos, como el nombre de quienes veían en ese momento su sistema android, reflejado en sus rostros serenamente mecánicos. A pesar de todo eso, faltarían viajes y páginas para una radiografía ambiciosa del metro. Cualquier otro apunte y transbordo a horario peak se volvería una verdadera locura. 

En eso la muchacha del frente sacaba un libro de Rebecca Wells y pidió permiso en el asiento. Fue ahí cuando desperté del trance escritural y me vi como el único a esas horas, a bordo, escribiendo ¿Qué clase de sujeto escribiría en el metro sobre estar viajando en el metro? ¿Por qué lo haría? La muchacha del frente comenzó a mirar al vacío, es decir, al interior. Circundaba un rato la ventana cuando la lectura acababa. Su mirada apuntó de pronto por un segundo hacia las anotaciones, como queriendo decir: ¿qué está haciendo? ¿Por qué estará anotando? Su mezcla denotaba extrañeza. Solo de esa forma el observador comenzó a formar parte de la vida del metro. Asumió su insignificancia dialéctica. Se volvió, a todas luces, un pasajero. Alguien que pasa inadvertido más allá de su observación. Que solamente pasa. La escritura, de esa forma, se suspendía a si misma dentro de la máquina. Una mirada tan bella como fugaz fue la que la devolvió a su tiempo.

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