viernes, 5 de mayo de 2017

El taller

En la mañana la secretaria me consulta la posibilidad de hacer un taller extracurricular. Uno de poesía o de narrativa. Decía que varios alumnos andaban interesados, cuestión que ninguno hasta el momento me había hecho manifiesto. Le explicaba que no era mala idea, solo que los horarios, por lo visto, no calzaban. Confieso que me mostré reacio en un principio ante la posibilidad de trabajar más, aunque se tratase de un taller alejado del pesado curriculum. Dije que lo haría si fuese pagado como hora extra y no por puro amor al arte. Vendería cara mi fuerza de trabajo, aunque se tratase de pura literatura. Después lo medité un poco más, y concluí que no sería tan malo pelar un rato el cable con los cabros, jugando a la escritura desde el aprendizaje significativo, jugando a tirar líneas contra las reglas institucionales y editoriales. En eso, el profesor de inglés, quien estaba cerca de la oficina, sacó a colación un ramo optativo sobre la historia del rock que había hecho en la universidad. Pensé de pronto que un taller sobre el rock en un dos por uno sería una cuestión definitivamente excéntrica. Por un momento, tuve la fe de que esas ideas podrían funcionar, contra todo pronóstico, motivadas por la obsesión. El punto, sin embargo, sería la convocatoria real. En estricto rigor, con cuántos verdaderos interesados contarían los talleres. La secretaria me señalaba, entusiasta, que lo hiciera de todas formas, aunque fuesen unos pocos. La secretaria, de hecho, era la más motivada con la idea de hacer talleres extracurriculares. Me acordé entonces de ese clásico dilema de los talleristas de universidad, sin ninguna clase de disciplina, sin demasiado dinero ni ganas, pero conformando colectivos poéticos como si fuesen perros románticos, apostando casi a la pura complicidad entre compañeros de ruta, y a una posibilidad remota de ampliar ese círculo fuera de la lógica de la amistad, hacia una cuestión, si se quiere, más ambiciosa. Nada ha cambiado mucho realmente. Nuestro quehacer pedagógico, de ese modo, sigue funcionando como en aquellos entonces: a puro pulso y romanticismo, tal como suele ser el paso de los días dentro de los infinitos pasillos del instituto.

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