martes, 2 de mayo de 2017

Ella me preguntó, después de revisar la prueba que le había entregado, si me gustaba Alessandro Baricco. Lo supuso al notar que el último ítem de la prueba consistía en analizar un ensayo del autor sobre los bárbaros. Le dije que había leído Océano Mar. Ella mencionó, en cambio, la famosa Seda. Habló entusiasta sobre la intriga, el embrollo económico de los huevos de seda importados del extranjero y, sobre todo, del dilema amoroso del protagonista en Japón. Por mi parte, le hablé sobre Océano Mar y su narrativa onírica. Prometió que la leería. Le hice saber que en la Unidad de Literatura, que empezaría a contar de esta semana, la idea era confeccionar un plan lector abierto al criterio del propio curso, siguiendo el motivo de la lectura como una obsesión personal. Uno que otro clásico entre medio, claro está, para dar ciertas luces. Pedro Páramo, El extranjero, Estrella distante. Al enterarse de eso, ella consultó si podía incluirse Justine, del Marqués de Sade, en aquel futuro plan de lectura. Me dijo que lo hiciera porque Sade prácticamente no se leía en el colegio. Mi respuesta fue afirmativa, pero con una condición: que a cambio eligiera al menos dos de los libros mencionados como sugerencia canónica. Ella, en un tono entre desafiante y misterioso, señaló que dejaría su preferencia para después. Que ese libro que ella había elegido solo lo iba a dar a conocer al final. Le pregunté entonces si acaso, aparte de leer, escribía. Lo supuse por su afición, a todas luces, evidente. Dijo que sí, pero que no se atrevía aún a mostrar nada, menos a publicar algo. Sin embargo, contra toda expectativa, le insistí en que me interesaría leer algunas cosas suyas. Su rostro cambió. Anotó su correo en un pedacito de hoja de cuaderno y me lo dio. Aseveró que no me arrepentiría, con total confianza, no sin cierta ironía. Me dije a mi mismo que aquel pudor inicial era el pudor propio de todos los que empiezan a escribir. También, ese sano pudor de los que empiezan a leer e intuyen un universo simbólico gigantesco. Una rueda de nunca acabar que, sin embargo, entre vacío y movimiento puede hacer alguna diferencia y tomar rumbos desconocidos. El vicio impúdico del entusiasmo, o bien, la tierna virtud de la vergüenza.

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