miércoles, 10 de mayo de 2017

Lo surrealista

En relación a la unidad de Mundos literarios, discutíamos ayer con el curso sobre el surrealismo. Uno de los cabros decía haber hallado esa opción en un ensayo PSU. Una opción a todas luces distractora. Esa alternativa, extrañamente, "desautomatizaba" el ensayo. La principal inquietud venía dada por lo siguiente: si acaso en la unidad existía algo así como un "mundo surrealista", al igual que se podía hablar teóricamente de un mundo fantástico, un mundo maravilloso, un mundo cotidiano realista. Mi respuesta en ese momento fue rotunda: no existe un mundo surrealista en cuanto categoría de mundo literario. La verdad es que resultaría difícil aplicar un concepto tan problemático y difuso como ese. En estricto rigor, sería demasiado confuso ponerlo junto a los otros tipos de mundo, siendo que el surrealismo, en esencia, constituye mejor dicho una transfiguración, una representación, a lo sumo, una perspectiva de la realidad manifiesta en la diegesis, una impronta, un rasgo estético y hasta ético. Lo surrealista no se agotaría en una conceptualización de mundo literario, que ya de por sí presenta fisuras y dilemas internos, tales como esa división entre efecto de realidad y mundo representado, que al momento de exponerla y explicarla a los cabros se ha probado que resulta un auténtico y transgresor dolor de cabeza. El punto es que ante la inquietud manifiesta de los cabros más leídos o, al menos, más entusiastas con el asunto "surrealista", no me quedó otra que pasar el surrealismo de todas formas como materia dentro de los tipos de mundos literarios, solo que como anécdota, como nota aparte, para hablar del concepto desde su calidad de movimiento artístico vanguardista.

Para facilitarles la vida y restarles la lata ya impresa en sus rostros desde el principio de la clase, les hice saber simplemente que el surrealismo era algo así como un "punto de inflexión", "una puesta en abismo" del arte en general, no solo de la literatura del siglo XX. La explicación entonces acompañó con un asterisco a la palabra surrealismo en la pizarra. Les dije que las preguntas solo irían enfocadas hacia su comprensión, no hacia su reconocimiento en calidad de mundo a través de fragmentos narrativos. Una chica en la esquina, junto a los cabros más leídos, comenzó a preguntar respecto a los referentes del movimiento. Les hablé principalmente de Bretón en poesía, la Mandrágora en Chile, Dalí en la pintura, Lynch y Buñuel en el cine, Freud como antecedente conceptual con su psicoanálisis y su exploración de lo inconsciente. La chica de inmediato empezó a criticar a Freud desde el tema paternalista y misógino. Le expliqué que había que tomarlo desde la otra mirada, desde su indagación en la profundidad de la mente y de los sueños. La chica insistía que Dalí le parecía más sugerente, con su clásica Persistencia de la memoria. Luego, a propósito de surrealismo cinematográfico, preguntó por cuál película de Lynch le recomendaría, que fuese bien surrealista, como para entender su significado. Le recomendé, convencido, Cabeza borradora. La identificación del surrealismo en los ejercicios quedaría circunscrita finalmente a criterio de los propios alumnos, en base a ciertas características apuntadas como fundamentales, tomando desde el manifiesto de Bretón hasta las líneas cáusticas de Artaud (quien a su vez, desertó del movimiento por diferencias vitales, irreconciliables).

La alumna y sus compañeros, perplejos todavía ante la idea inabordable del surrealismo, entonces se limitaron a reconocer el resto de los mundos literarios planteados por el abstracto ministerio. Preguntaba la chica si acaso el surrealismo podría identificarse con el absurdo y la falta de lógica. Que si fuese así, podría también funcionar como una forma de crítica de la realidad. Por ejemplo: las medidas políticas tomadas por tal coalición o por tal representante rayan en lo surrealista. Le respondía que de hecho era una forma práctica y contingente de entender el surrealismo: en cuanto una (re)lectura de todo, no tanto en cuanto una escritura automática o estrictamente onírica, patológica, convulsiva, como la belleza de la que hablaban esos franceses, y de la que hablaban en cierta medida nuestras palabras y nuestras omisiones. "Tendré en cuenta sus dichos, profesor", concluía desafiante la chica de la pregunta, ya acercándose el término de la hora. "Le cobraré la palabra, para cuando haga la prueba. Espero no sea más surrealista que sus propias explicaciones".

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