jueves, 1 de junio de 2017

8 y media fuera del instituto, cerrado. Solo estaba una alumna afuera, entumida, pegada al muro cercano a la reja con candado. Nadie la acompañaba. Siempre hace lo mismo. Llega temprano pero sin embargo demasiado, al punto de quedarse para esperar al resto, incluido a los profesores. En eso llegó también el profesor de inglés. Le comenté a la alumna que ya a estas alturas merecería tener las llaves del instituto, al llegar incluso antes que el propio director. Sonrió mientras se frotaba las manos. El profesor intervino y le señaló que sería apropiado colocar anotaciones positivas. La alumna se pronunció al respecto y agregó que esas anotaciones no sirven para nada. "Son como una palmadita en la espalda". De ese modo, el colega se desdijo y planteó que sería mejor una nota, colocar una nota por llegar temprano. "Estoy seguro que cuando pase eso, todos empezarán a llegar a la hora de forma progresiva". Esa vez la alumna se entusiasmó. Aunque reímos intuyendo el absurdo de la proposición. Que, a pesar de todo, no deja de ser una buena idea. Pero una un tanto conductista. Una especie de salida conductista a una situación que se escapaba del radio de influencia. El punto es que si empezáramos a poner nota por todo, lo que se hiciera de ahí en adelante no tendría otro valor que el valor de la nota, que es a lo que los cabros, en un ejercicio de sinceridad, y envueltos por la manía evaluativa, aspiran con mayor decisión dentro de la escuela. Un asunto práctico, en apariencia. Un asunto existencial, en el fondo. La preparación para el futuro, o mejor dicho, para la realidad: una realidad llena de constantes evaluaciones; ya no tanto notas, sino que números, a veces palabras, rumores, incluso miradas. Así el frío que sentía la chica en la mañana, al estar afuera del instituto cerrado, habiendo llegado más temprano que todos, no era otra cosa que el frío del deber enfrentado a un querer, siempre inexplicable, siempre personal, sin otro juicio que su propio placer. Como algunos de sus compañeros, y esperando a que entraran primero sus profesores, la chica quemó entonces, todavía a un costado de la calle, el último rastro de cigarrillo que tenía en su boca antes de entrar por esa puerta rutinaria.

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