lunes, 17 de julio de 2017

El gran secreto de George Romero en relación al terror fue que reinterpretó ese viejo mito sobre el vudú haitano de la resurrección de los muertos, para volverlo una metáfora sobre la naturaleza de los propios vivos. Su mejor cine se enfocaba en una subrepticia protesta contra el estado de cosas que mantenían los vivos, en la sensación inminente de que "todos se están empezando a sentir como zombies". Un mundo de muertos vivientes, para Romero, era un escenario latente. El zombie, visto de esa forma, sería incluso una criatura verosímil, la consecuencia catástrofica de una humanidad que no haría otra cosa que fagocitarse a si misma. De ahí también la ingente crítica de Romero al imaginario zombie más actual. Decía, por ejemplo, sobre la serie "The Walking Dead" que hacía que fuera imposible crear una película zombie que tuviera cualquier tipo de sustancia que no fuera zombies causando destrucción. Romero se refería a cierto purismo genérico, que habría degenerado luego en una criatura informe demasiado ideológica. Pero resulta inevitable esa relectura cinematográfica, sobre los zombies como un chivo expiatorio para hablar sobre la sociedad misma, sobre todo en un contexto en el cual los vivos resultan, a fin de cuentas, mucho más peligrosos que los propios muertos. Más peligrosos que sus propios miedos más profundos. Con todo, Romero seguirá ahí presente, esperando a resucitar en la mirada agónica de cada muerto que se creía vivo, en un mundo que quiere (sobre)vivir a toda costa conociendo de antemano su inexorable final.

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