miércoles, 5 de julio de 2017

Luego de la última hora, el día Martes, el auxiliar del aseo había estado barriendo la tierra húmeda del patio producto de la lluvia fugaz de la mañana. Iba saliendo y al bajar la escalera este sube, por su parte, hacia la sala desocupada. Las sillas revueltas por todos lados. Rastros de materia traslucidos en la pizarra blanca. Sobre la mesa, vestigios de la convivencia. La realidad apócrifa de cada clase había acabado, y lo único que restaba era el desorden de su existencia, la vacilación de su desenvolvimiento, durante los últimos días lectivos. El auxiliar acababa su labor, seguramente, y cerraba todo de nuevo. Lo único que persistía abierto era el basurero. Llegaba de pronto a la sala cercana a la oficina, echaba todo el desperdicio de la jornada al tacho, destinado a repetir el mismo ciclo, la misma labor, una y otra vez. "No nos darán vacaciones de invierno", me explicaba al entrar a la sala de profes, "siempre hay algo que limpiar". Me repetía esa última frase acaso como una explicación resignada o determinada. Le decía que faltaba poco para el verano, notando la sensación chacotera que, sin embargo, albergaba su sonrisa corta. Al salir de allí, el auxiliar sacó una lonchera con la colación y, acto seguido, una pequeña biblia. Alcanzó a abrirla en alguna página al azar -o, a lo mejor, elegida misteriosamente-, miró al techo, y se puso a leerla con los brazos cruzados.

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