martes, 11 de julio de 2017

Sename

Cuando Ivan Karamazov conversaba con su hermano Aliosha respecto a la naturaleza del dolor en la Tierra, acabó demostrando que en este punto la existencia de un Dios le resulta irrelevante, por cuanto no la niega, pero no tolera su creación; el mundo, en particular, la sociedad completa. Consideraba inconcebible el dolor, sobre todo el dolor de los niños. Le repetía de manera enfática: Toda la sabiduría del mundo es insuficiente para pagar las lágrimas de los niños. Aliocha, con los ojos brillantes, se convencía sobre los dichos de su hermano. Su conclusión era que no podía admitir el hecho de que los hombres aceptasen el progreso, en última instancia, la felicidad, la tal llamada "salvación", a costa del sufrimiento de un pequeño mártir. Aquel maquiavelismo, desde un punto vista ético de su creencia, resultaba simplemente un contrasentido, una aberración. Se podría incluso hacer un parangón con lo señalado por Albert Camus respecto a la cuestión de la libertad, cuando se refiere a la mentira flagrante de quien sostiene que “hay que matar a unos cuantos para llegar a un mundo donde no se mate a nadie". Solo en base a esos dos juicios literarios, la infancia aparece como lo único inocente frente a la calamidad, en suma, como aquella instancia, aquel espacio en donde todavía se reconoce la inocencia perdida luego del destierro del paraíso, aquel paraíso vivido pero luego extraviado por el paso del tiempo y la experiencia. Es increíble, con todo, cómo en aquella célebre conversación con su hermano Aliosha, Ivan pareciera estar describiendo, en el fondo, una realidad similar a la vivida en el Sename, esa especie de orfanato ruso decimonónico pero en clave sudaca. Hay una autora, Guila Sosman, que señala unas palabras rotundas al respecto. El Sename como un fantasma que sigue ahí, que se manifiesta a través de la crisis, del socavón moral de una sociedad que se fagocita a sí misma. En una película reciente, “Mala Junta”, recuerdo que se hablaba de la incertidumbre respecto al destino de los que irían a parar a ese centro. El gesto de uno de los jóvenes protagonistas al enterarse que debía ingresar allí, en contra de su voluntad, preso de las circunstancias, era tal que no dejaba ver otra cosa que una expresión vacía de sentido. Eso explicaría, entre otras cosas, el fracaso completo del sistema en un sinnúmero de otros casos que siempre tienen en común la voluntad de fuga y la rebeldía, auténticos catalizadores de su impotencia. El Sename así vendría siendo nuestra propia versión de aquella zona tan temida por los personajes de Dostoievski. Su sola existencia interpela a quienes ven en la desesperación nada más que una fantasmagoría. En este sentido, el silencio del Estado acaba siendo tan ensordecedor como el eterno silencio de Dios.

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