martes, 19 de septiembre de 2017

No fui a ninguna Fonda durante estos días. La primera excusa era la clásica: que prefería salir a cualquier otra parte que no fuese la establecida por el jolgorio general. La parada militar tampoco fue la excepción. Deserto de estos eventos, en realidad, no tanto por su exceso de espectáculo como por un ánimo misantrópico, que evita que deba forzar una celebración merced a la ilusión patriota y al falso sentido colectivo. Siempre he creído que el brindis no se comparte con cualquiera solo por el hecho de haber nacido en el mismo suelo y bajo el mismo yugo histórico. Bajo la envoltura del carnaval bajtiniano, la fiesta dieciochera como que apela a la unión de las masas, invierte las máscaras del orden social pero a la vez reinaugura la hipocresía con la suficiente dosis de alcohol y de calorías. Divago sobre esto, mientras vuelvo a casa a pasar la resaca de haber brindado con los míos. La ilusión del retorno y la rotura del nido. Las réplicas de un terremoto espiritual. Pese a todo, no me puedo resistir a ver en línea los fuegos artificiales del Parque O Higgins ni la mismísima última Parada militar de Bachelet. Incluso escarbo en las noticias sobre las fondas y las ramadas de este 18 en la Quinta por si doy con alguna anécdota sabrosa rica en despropósito o absurdo. Hay algo en esa visión fuera de contexto, en esa lectura aguafiestas, que rebosa de un entusiasmo invertido. No se cree ni se comparte el sustrato mismo de lo que se está celebrando, pero aún así se disfruta de todo por fuera, de forma cínica, solapada, como mirando jadeante por el ojo de la rendija, como entrando y bebiéndose los conchos, como espectador impío sin otro sentido patriota que su caña moral.

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