miércoles, 13 de septiembre de 2017

Tocan a la puerta de la pieza. Al principio creo que tocan a la de al lado. Bajo el volumen de la radio. Vuelven a tocar en la puerta. Abro. Era la compañera del depto. La compañera aquella, la misteriosa. Se le veía un tanto preocupada. Preguntaba si había visto al resto de los chicos. Le dije que no. Efectivamente no había nadie más en toda la casa. Un silencio incómodo, como el mencionado por Mia Wallace a Vincent Vega en Pulp Fiction. Entonces la compañera explica en un tono nervioso pero claro que uno de los chicos de la casa se presume desaparecido. Lo supo porque uno de ellos, un amigo, le llamó en la tarde preguntando por él, constatando que había salido pero sin haber llegado a trabajar. Continuó explicando que intentaba comunicarse con él pero nada. Insistía en su preocupación. Esperaba que yo también. Llamé en el acto al desaparecido pero contestaba el buzón de voz. El nervio se me contagia tanto como el silencio. El rostro de nuestra compañera se descomponía lentamente, aunque conservando sus facciones. Qué podremos hacer. Repetía. Qué podremos hacer. Habrá que esperar o salir a buscar, no queda de otra. Le replicaba, sin ánimo de alguna respuesta más elegante o sofisticada. No era la ocasión. Era la acción o la complicidad pasiva. Están temiendo lo peor. Ojalá que no sea nada malo. Volvía a repetir la compañera, impaciente. Al darse vuelta por la casa, abría la puerta de la pieza. La seguí para pensar también en algo. El dilema afloraba: Salir a buscar o quedarse a esperar. Salir o quedarse. La compañera volvía a llamar sin éxito, hasta que pensaba en regresar a su pieza, notando que no existía una solución inmediata. "Ya pos, entonces me avisai si sabes de algo, ok? Por favor. Ojalá que no le pase nada", insistía ella, siempre tan nerviosa como misteriosa. De ese modo volvía a su pieza. El silencio volvía a inundar el living. Sabía la compañera que iba de salida. No quiso decírmelo en su momento, pero supuso que al ir de salida podría encontrar algunas respuestas. Nada aseguraba que al salir un llamado o un encuentro milagroso ocurriese. Sin embargo, por muy iluso que parezca, no había pérdida en ese intento, quizá precisamente porque no habían respuestas a la mano. No quedaba otra salida al dilema que buscar afuera, mientras ella, la chica de la casa, permanecía adentro, invocando con su presencia la posible aparición de nuestro desaparecido. Acaso nosotros también, bajo ese oficio y esa búsqueda inesperada, acabamos apareciendo por fin el uno para el otro, después de vivir el día al día en total indiferencia e incomunicación, silenciosos pero más presentes que nunca ante el peso y el concepto de la pérdida, aunque todavía sin dimensionarla lo suficiente como para volverla una garantía inequívoca de nuestra confianza.

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