lunes, 13 de noviembre de 2017

Muchos han sido los cineastas que recientemente fueron acusados del delito de acoso o violación. La lista involucra a Marlon Brando, Jodorowsky, Woody Allen, Lars Von Trier, Harvey Weinstein y hasta al mismísimo Louis CK, cuyas rutinas versaban precisamente sobre el sexo y el embrollo de las relaciones de pareja. Llama la atención la sincronía de las acusaciones que, por supuesto, no son aisladas, sino que responden a un nuevo fenómeno de develación pública y colectiva del abuso en el mundo del espectáculo. Se ha roto cierto tabú, la barrera mediática que mantenía en silencio y tras bambalinas determinados hechos, merced a una fuerza política que le ha permitido a las víctimas sumarse a esta gran ola de juicios en masa. Hollywood asiste actualmente hacia una nueva caza de brujas, pero orientada ahora hacia la transparencia con respecto al tema de la violencia contra la mujer. Netflix se ha sumado también a la causa (quizá con intereses corporativos), y ha decidido tomar la medida radical de eliminar los contenidos que involucren a algunos recientes acusados, sean estos presuntos o declarados. 

Sin ir más lejos, cabe señalar que ni hasta los poetas se salvan. Neruda ya ha había sido culpado tiempo atrás (eso sí, de manera póstuma) respecto a una violación que podría ser leída en un fragmento de Confieso que he vivido. Sale además a la palestra un poeta relativamente actual, que de acuerdo al mundillo literario santiaguino sería parte de la "nueva poesía joven", el cual también ha sido denunciado por abuso, incluso asumiendo el hecho. Como es lógico, la pregunta que aún continúa invicta y digna de polémica al respecto es la ya consabida por todos: ¿vale considerar autor y obra como un todo, y por ende censurarlos a ambos? ¿o vale separar autor y obra y juzgar a cada uno de acuerdo a diferentes criterios, digamos, legales, éticos, en el caso del primero, y estéticos, en el caso del segundo?. No hay una respuesta tan consensuada que obligue hoy a inclinarse por una opción sin dejar automáticamente de lado la otra. O se condena al autor y a su obra como una sola; o se echan al agua por separado. Hay una frase de Umberto Eco que viene perfectamente como anillo al dedo, y representa una posible vía de escape: “El autor debería morirse después de haber escrito la obra. Para allanarle el camino al texto”. Es decir, el texto como algo independiente, autónomo, como ya quisiera Flaubert en relación al Autor, presente en todas partes, pero en ninguna visible. La pugna trae también a colación el dilemático conflicto entre formalistas y estructuralistas rusos en el siglo XX, los primeros, más apegados a un análisis pretendidamente científico de la obra, casi como un objeto independiente, y los segundos, más inclinados hacia una lectura integral que vincule a la obra con su medio de producción. La avanzada feminista contra el abuso de poder de los artistas sería, en este sentido, estructuralista. Entiende que la obra no es solo una creación, sino que un remedo y hasta un reflejo del propio autor. Si siguiésemos esa visión, entonces la lista de acusados en el mundo del cine y la literatura sería, con toda justicia, interminable. 

Resulta archisabido y legítimo el levantamiento contra el sistema, porque para la nueva avanzada el problema ya dejó de ser incidental, para pasar a ser estructural, pero la guerra contra la obra parece seguir siendo, después de todo, un flanco demasiado difuso. ¿Cómo condenarla sin caer en el juego de la interpretación? La nueva transparencia sobre los delitos sexuales prueba, en relación a la obra, que el Autor está en crisis, tal como habría vaticinado Umberto Eco. El Autor ya no es Dios, es un sujeto susceptible hasta de la máxima ignominia, como todo mortal. Pero solo la obra al parecer continúa siendo materia de lectura infinita, la instancia en donde la ética de la sociedad difumina o bien raya la cancha.

No hay comentarios.: